Adrià Gratacós Torras y Xavier Montagut

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En junio de 2022 nació en Roma, en estrecha relación con la FAO, la World Farmers Market Coalition, en la que participan mercados, asociaciones y federaciones de más de 30 países de todos los continentes. En las últimas décadas, los mercados campesinos han crecido de forma espectacular; en miles de ciudades del norte global, el pequeño campesinado está recuperando de forma práctica el control de la alimentación, la elaboración artesanal y el consumo consciente.

 

Si la soberanía alimentaria y la agroecología siempre han defendido que ciertas formas de producción conllevan ciertos tipos de comercialización; en el caso de los mercados campesinos, podemos comprobar que la relación inversa también es cierta. El tipo de producción que se lleva a estos mercados, agroecológica, diversificada y a pequeña escala, impulsa proyectos que tienen en su corazón el objetivo de conservar las fuentes de vida de los alimentos (tierra, agua, biodiversidad) respetando los ciclos y los equilibrios de los ecosistemas. Practica una agricultura que reivindica el trabajo campesino, su sabiduría y el conocimiento del ecosistema con el que trabaja frente a una agricultura que los sustituye por capital capaz de mover grandes máquinas, modificar los ciclos de la tierra, vertiendo productos químicos y producir monocultivos en los que la cantidad sustituye la diversidad y la riqueza genética.

 

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Todo lo que se genera y se mueve en un mercado campesino

Tras estas prácticas de producción de alimentos próximos, agroecológicos y a un precio justo, existen proyectos vitales, conocimientos y sabidurías; tras su consumo hay valores asociados, determinación de necesidades y exigencias. Todo ello da a las múltiples relaciones que se generan en los mercados unos significados que van más allá del suministro de alimentos a cambio de un precio. La profundidad de dichas relaciones de confianza son las que dan solidez a la comunidad de cada mercado y modulan el grado de implicación de cada persona. Hablamos, pues, de mercados campesinos como comunidades abiertas, dinámicas y diversas en cuanto a actores, tipos de relaciones y niveles de implicación.

La comunidad creada en estos mercados es ideal, por tamaño y por consciencia, para construir Sistemas Participativos de Garantía (SPG), en los que las personas en sus diferentes roles (consumidoras, campesinas, organizaciones de barrio o entidades que trabajan por la soberanía alimentaria) controlen su alimentación. El SPG permite valorar la globalidad de los proyectos que participan en el mercado y puede ir más allá de las certificaciones de terceros, incluyendo más elementos ambientales y sociales y adecuándolos a cada realidad concreta. Se crea así un sistema de confianza en el que a la agroecología se unen unos precios transparentes con los que el consumidor sabe que el 100 % de lo pagado va directamente al productor. Se rompe con unos intermediarios que en el mercado tradicional tienen una situación de poder capaz de arruinar a los agricultores para acumular unos márgenes de beneficios escandalosos.

El uso del espacio público como un servicio cotidiano a la comunidad (proveerse de alimentos), gestionado por ella misma, recupera el significado de ágora, de punto de encuentro común. De hecho, la palabra plaza se utiliza indistintamente para referirse al mercado y al lugar de encuentro central del barrio o pueblo. Cada semana, durante unas horas, el espacio público se convierte en un lugar donde las relaciones creadas por el mercado se solapan con otras propias de la vida de barrio y enlazan con tareas y retos que le dan un significado estratégico.

Un espacio político

En primer lugar, las pocas multinacionales que controlan el actual modelo agroalimentario obtienen sus beneficios en los mercados de las ciudades del norte global, donde tienen una posición dominante. Sin actuar para debilitar esta posición en los mercados urbanos del norte, es difícil avanzar en modelos alternativos incluso en el sur global. Dicho de otra manera, si queremos que se deje de expoliar la Amazonia para producir soja con la que alimentar las macrogranjas de nuestro país, si queremos que dejen de usurpar tierras de Brasil para producir el 90 % de sandías y melones que consumimos en Catalunya, si queremos que dejen de expoliar tierra de Sudáfrica para producir naranjas con marcas tan de aquí como Torres, debemos reducir las cuotas de estas empresas en los mercados de nuestras ciudades. Así, volver a consumir alimentos de nuestro campesinado se convierte en una tarea solidaria con el campesinado del sur global.

En segundo lugar, devolver el papel de alimentarnos a las personas campesinas y elaboradoras agroecológicas de nuestro territorio significa regenerar tierras desertizadas y abandonadas. En un momento de progresiva reducción sistemática de las fuentes de vida que nos proporciona la naturaleza, recuperar la fertilidad y la biodiversidad de los suelos es fundamental. Atacar las causas de la crisis ecológica va acompañado de enfrentar sus efectos más inmediatos y perversos, en especial, el cambio climático. Evitar los transportes kilométricos, las largas cadenas de frío y, sobre todo, los métodos de producción industrializados y devoradores de energía no solo significa evitar la emisión de gases de efecto invernadero, sino también fijar carbono en la tierra generando un balance de carbono positivo.

En tercer lugar, consumir alimentos de proximidad a un precio justo, evitando intermediarios que utilizan su poder en la cadena alimentaria para pagar al productor precios de ruina, es una pieza importante para impedir que se sigan cerrando proyectos de agricultura periurbana. Sin recuperar el espacio agrícola que se ha perdido, no podremos recuperar las matrices ecológicas de los ecosistemas sobre los que se han construido las ciudades y que son imprescindibles para poder mantenerlas como espacios vivibles. Además, son espacios de aprendizaje que muestran otros caminos que serán imprescindibles ante el colapso al que nos lleva el actual modelo económico. Son espacios que crean cultura asentada en la práctica comunitaria, que nos da fuerza en las reivindicaciones para avanzar en la soberanía alimentaria y la transición ecológica justa.

Actuar en nuestro entorno local

Ante el estado de emergencia climática al que nos enfrentamos, no podemos esperar a que actúen unas instituciones que siguen dominadas por los intereses de aquellos que nos ha llevado hasta dónde estamos. Debemos actuar ya. El ámbito en el que es posible generar cambios y donde ya ha empezado la reacción ciudadana, es el local. Se han empezado a crear espacios comunitarios, de apoyo mutuo, de resiliencia y que nos vinculan a otras prácticas colectivas y autogestionadas. La comunidad originiada en torno a los mercados campesinos, centrados en algo tan vital y cotidiano como la alimentación, se inscribe en esta necesidad.

Pero, si hablamos de cambio de modelo alimentario, debemos ser conscientes de que nos encontraremos con la oposición de las empresas agroalimentarias. Así, los paradigmas de dicho modelo aparecen como elementos inamovibles que marcan las reglas del juego. La inercia propia de la burocracia y las contradicciones y dificultades que todo cambio conlleva refuerzan la oposición a lo nuevo.

Todos estos elementos de creación de una cultura sustentada en instituciones, prácticas económicas e ingentes cantidades de propaganda, a menudo presentada como verdad científica y única, están en la base del modelo de comercialización existente en las ciudades, de su hegemonía ideológica, de su extensión a cada vez más esferas y de su voluntad de exclusividad.

 
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Supermercados dentro de los mercados municipales

Un ejemplo paradigmático de la capacidad de fagocitar del modelo imperante son los mercados municipales en Barcelona. Su llamada «modernización» ha supuesto incorporar en su interior a los supermercados, una manera de imponer al comercio tradicional el modelo con el que competir y, además, metiendo al enemigo en su propia casa. Resultado: «… si cogemos tres mercados de Barcelona en los que Mercadona tiene presencia, en veinte años el número de paradas ha pasado de 401 a 67 en el mercado de Sants, de 218 a 21 en el mercado de Guinegueta y de 165 a 22 en el mercado de la Unió». (Giuseppe Savimo, «Un imperi a costa del comerç local». La Directa, 3 de mayo 2021). De los cerca de 400 proyectos de agricultura familiar que vendían en los mercados municipales de Barcelona hace 30 años, hoy no queda ni uno.


Realmente, esperar que las instituciones pongan en cuestión elementos estructurales del modelo alimentario es mucho esperar. El cambio del modelo alimentario, y en especial del modelo de comercialización y consumo, solo puede nacer fuera de las instituciones, con prácticas como los mercados campesinos o los comedores agroecológicos, que se van extendiendo. En los cambios fundamentales, las instituciones siempre van a remolque de lo que nace y se fortalece en su exterior.

Lo que sí se puede pedir a las personas sensibles a esta necesidad que están en las instituciones es que no pongan obstáculos al nacimiento de estas iniciativas, aunque solo sea porque es totalmente imprudente jugar todo el futuro a única carta.

La elaboración de las normativas municipales sobre los mercados ambulantes pone a los ayuntamientos en la disyuntiva de aplicar una normativa pensada para comerciantes que haría imposible los mercados campesinos o, por el contrario, proteger el espacio de los mercados campesinos. Esto es lo que ha hecho la Generalitat Valenciana que, en su regulación de mercados de comerciantes, dedica una disposición adicional a los mercados de venta directa de productos alimentarios y, por sus características especiales, propone que el proceso de autorización, acceso y funcionamiento de estos, así como su supervisión y control, corresponda a la concejalía con competencias en agricultura.

Pero estas normativas que abren la puerta a la diversidad de canales de comercialización requieren el respeto a las formas de autogestión en unos espacios comunitarios donde participan diferentes actores. En este sentido, es paradigmático el caso del Mercat Ecològic de Palma, que tiene lugar dos días a la semana. Este mercado ha elaborado unas bases que «surgen de la necesidad de armonizar su funcionamiento» y que han sido «consensuadas por todas las partes implicadas». En ellas se establece la Comisión del Mercado ecológico, formada por seis integrantes: tres en representación de los paradistas del mercado, uno de la Associació de Productors d’Agricultura Ecològica de Mallorca (APAEMA), uno de la Associació de Varietats Locals y otro de la asociación de consumidores. Esta comisión tiene como objetivo velar por el buen funcionamiento del espacio, el cumplimiento de las bases reguladoras, promocionar el mercado ecológico y organizar actividades que fomenten sus objetivos.

Un espacio comunitario y relativamente frágil, como es un mercado campesino, obliga a las entidades que participan a implicarse en su gestión, creando espacios de gobernanza comunitarios de un bien común. Esta es la experiencia internacional y de los mercats de pagès de Barcelona, agrupados recientemente en una coordinadora, y de tantas otras iniciativas. Implica un reto para las administraciones: crear regulaciones que reconozcan y permitan la gestión comunitaria de los bienes públicos. Por suerte, el tema se ha abordado en departamentos muy innovadores, como la Regidoria de Participació i Territori del Ajuntament de Barcelona. Así, el Pla estratègic del patrimoni ciutadà 2019-2023 recoge: «El reto del Programa de Patrimonio Ciudadano es producir líneas de actuación para el fomento de la colaboración público-comunitaria. De un lado, buscando garantizar los valores comunales: la autonomía, el autogobierno, los derechos de uso o la gestión participada y democrática. De otro lado, pudiendo garantizar la función pública del recurso…».

Estas dificultades y conflictos, así como la búsqueda de soluciones innovadoras, son síntomas de que el movimiento está creciendo, aunque está todavía lejos de los niveles de otros países de Europa.

Estas prácticas son necesarias para mostrar que otro camino es posible. Un camino capaz de regenerar los suelos y devolverles la fertilidad que han perdido; capaz de aumentar la biodiversidad; capaz de dar una vida digna al campesinado que cuida la tierra y los alimentos, capaz de recuperar los ecosistemas que las actuales ciudades han destruido y sin los cuales las propias ciudades serán invivibles; capaz de recuperar alimentos sanos para dietas equilibradas, capaz de poner la vida y su cuidado en el centro de nuestras acciones como ciudadanas, como productoras, como consumidoras, como entidades… En definitiva, una opción capaz de abrir un rayo de esperanza para hacer más justa la inevitable transición ecológica y más resilientes nuestras sociedades. Un rayo de esperanza para que haya futuro para nuestra especie.

Xavier Montagut Guix y Adrià Gratacós Torras

Activistas urbanos por la soberanía alimentaria (Xarxa de Consum Solidari)

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