Alba Cebrián Jiménez
Segunda edición del curso de iniciación a la motosierra. Benlloc (Castelló), marzo de 2025. Foto: Lau González
Quien no se presenta no es nadie
Escribo desde las entrañas. Hablar de motosierras, feminismo y cuidados no solo es poco habitual, sino que constituye en sí mismo una provocación.
Intentaré presentarme y sentarme a tu lado, mientras nos miramos. Trato de hacerte llegar este pedacito del mundo. A veces, saber quién nos escribe y desde dónde lo hace ayuda a encuadrar una visión general y, probablemente, a captar más detalles. Conectar con la parte emocional de cada una, que al fin y al cabo es la más interesante y la que, definitivamente, transforma.
Soy enfermera desde 2011. También especialista en docencia e investigación en el mismo ámbito; pero, sobre todo, soy una persona que habita en el territorio de secano de las comarcas del norte de la provincia de Castellón, en el País Valencià. En este territorio, al que llegué por convicción, atraída por la piedra seca, los olivos milenarios y una historia de amor, coordino un proyecto de agricultura regenerativa en el que la vida de la tierra es el principal objetivo y donde no entendemos la agricultura sin la ganadería extensiva.
El proyecto lleva cuatro años en funcionamiento, más uno previo de preparación de tierras, propias y cedidas. Cuidamos 30 hectáreas de tierra. Y digo cuidamos porque entendemos nuestro trabajo en el campo con la responsabilidad de quien tiene en sus manos el manejo de una porción minúscula del planeta donde confluyen todas las demás estructuras que conforman y envuelven el ecosistema que habitamos. Acuíferos, fauna autóctona, plantas adventicias, variedades tradicionales, arquitectura patrimonial, olivos milenarios, algarrobos centenarios y almendros, de no tan antigua trayectoria y resistencia, pero que también forman parte de la identidad del territorio. Algún nogal, higueras en los márgenes, espárragos si llueve, zarzas en agosto. Polvo. Contraste, grietas y lindes.
En los últimos años hemos incorporado un pequeño rebaño de ovejas guirras. Escribo mientras esperamos el que será nuestra primera paridera en casa, con la humildad de quien sabe que el número de ovejas que cuidamos es ínfimo. Lo hacemos por convicción y porque nos ayuda a arraigar la sabiduría de la pastora del pueblo, que en algún momento querrá jubilarse, y a comprender la continuidad de los 365 días del año de cuidados y atención a la vida, más allá de la humana.
Nos permitimos hacerlo a una velocidad de crecimiento que no suponga una carga de trabajo inasumible o que nos agote los nervios. Porque cuidamos la tierra, cuidamos la vida en el secano, reconstruimos muros y refugios de pastores de piedra seca, cuidamos ovejas, gallinas, patos, compañeras felinas y perros. También cuidamos nuestra salud. La pequeña vida doméstica. Eso es lo que hacemos muchas humanas: cuidarnos unas a otras, cuidar el entorno, querer ser soberanas. ¿No era eso poner la vida en el centro?
Cuestión de género
Bien, el secano presenta unas características de rusticidad y ruralidad que, en muchos casos, son extremas. Secano significa que no hay abundancia de agua. Que no regamos los cultivos. Que resistimos con la que fue la histórica templanza del clima mediterráneo y que hoy contrasta con la fragilidad, en sí misma, de la situación climática actual. Secano también significa inicio del despoblamiento. Y, en nuestro caso, también significa llano. Tierras llanas. A medio camino entre el mar y las sierras más altas. En el País Valencià, si hablamos de tierras de secano, también hablamos de minifundio y de tierras cada vez más yermas. Y, para sorpresa de casi nadie, un hermano, un tío, un marido o un abuelo es quien gestiona el patrimonio familiar de olivos, algarrobos y almendros. «Y, si no, lo lleva un chaval (extranjero) que está contratado». Y lo digo como lo dicen aquí, porque a veces la neoruralidad que llevo encima me da pie a hablar como una extraterrestre del lugar donde vivo y me aleja de comprender la idiosincrasia de lo que realmente pasa aquí donde estoy ahora, donde la vida existía mucho antes de que yo llegara, evidentemente. Y si las lleva una mujer —que suele ser en el 50 % de los casos, porque una tierra no solo se trabaja en el bancal, sino en todas las demás dimensiones de la economía de cuidados que hay alrededor—, no se menciona o no se quiere mencionar.
¿Qué pasa cuando queremos usar una motosierra? ¿O un tractor? ¿Conoces a personas disidentes que utilicen estas herramientas?
En Benlloc tenemos pastora. Y la madre de Isabel era quien tenía las cabras en Vilafamés. Y la madre de Vicentico compró una granja de gorrinas. Y Humilde crio 145 cabras cuando era joven y las ordeñaba sola. Y todas las mujeres iban a recoger aceitunas, algarrobas, almendras y lo que tocara. Y como la abuela de Alba contaba, en los bancales transcurría la vida. Era donde, literalmente, se cagaba, se follaba y se comía. Pero, lectoras, muy a mi pesar, hoy todavía los trabajos del campo son cosa de hombres. La atribución de género a los objetos inmateriales la han descrito, a lo largo de la historia contemporánea, teóricas del feminismo: desde Simone de Beauvoir hasta Judith Butler. Es en el imaginario colectivo donde reside esta idea.
Hagamos un ejercicio: ¿qué palabras te vienen a la cabeza cuando piensas en una motosierra? En los últimos meses, nos llegan imágenes estremecedoras de dos de los hombres con más influencia política y económica mundial empuñando motosierras en sus intervenciones mediáticas. Dos hombres blancos, heteronormativos, alzándolas en alto como una espada larga y reluciente. Se apropian de la herramienta de campo como símbolo de recortes sociales y económicos. Es exactamente el tipo de imagen y palabra que, sin querer, tenemos en el ideario: poder masculino, blanco y adrenalínico.
Marina Sánchez Guidotti, experta en género, lidera las jornadas formativas de iniciación al uso de la motosierra que coordino desde finales del año pasado. Precisamente para contextualizar con rigor, y con su destreza analítica, este fenómeno. Cuando le propuse esta parte del curso, me decía que no hacía falta, que yo ya lo tenía claro y podía explicarlo. Pero, a veces —muchas veces—, ponerle un marco teórico, estricto e histórico nos ayuda a evaluar cómo hemos llegado hasta aquí.
Por cierto, si a la pregunta del ejercicio inicial no se ha respondido corte, motor, inyección, cadena, afilar, precaución, riesgo, complejidad... y otras palabras específicas de la acción de cortar madera, es muy probable que se esté asociando el objeto a una cuestión de género.
Motor de cambio
La motosierra es, per se, una herramienta para cortar madera provista de un motor o, en los últimos años, de baterías eléctricas. ¿Cogeríamos un coche sin carné de conducir? Probablemente no. Y, si lo hiciéramos, dejando de lado la legalidad, alguien nos habría enseñado antes a hacerlo funcionar, ¿verdad? De lo contrario, sería casi imposible. ¿Qué pasa cuando queremos usar una motosierra? ¿O un tractor? ¿Has preguntado a las personas que conoces cómo aprendieron a usarlos? ¿Conoces a personas disidentes que utilicen estas herramientas? Somos pocas. Y no es por falta de ganas, ni de necesidad, ni de aplicación al trabajo de todas. Las tareas de poda y gestión forestal, tanto en el ámbito particular como en el profesional, están vinculadas a las motosierras y todas participamos de ellas. Y somos válidas, capaces y aptas para usarlas, dentro de las posibilidades físicas y médicas de cada una, exactamente igual que conducir. La diferencia es que no se considera que queramos aprender a usarlas. Hay una infantilización ante el interés por utilizarlas y paternalismo ante el riesgo que suponen, en lugar de información y formación. Y cuando, por fin, te formas —y te formas bien—, tus conocimientos serán despreciados, porque nunca será suficiente. Hasta que llegues a ser jefa de brigada, y ni así.
Tendrás que ser más poderosa, más fuerte, hacerte la espalda más ancha para hacer el mismo trabajo que los hombres, de quienes —recordemos— es el trabajo del campo. Pero nosotras no tenemos ganas de un mundo en el que no haya espacio para la vulnerabilidad ni los cuidados. Ni de asumir que todos los hombres lo quieran de este modo.
Abolamos de una vez esta crudeza ante la vida y, en especial, ante la vida en el campo. Nos violenta, nos reduce, nos obliga a enfrentarnos a nosotras mismas. Nos obliga a reivindicar los cuidados como si fuéramos más débiles, y lo que realmente hacemos es conectar con las necesidades, con los riesgos y con la voluntad de evitarlos. Y eso debería ser propio de las personas, independientemente del género. Porque sabemos que el brazo, la espalda y todos los dedos de la mano deben fortalecerse para trabajar en el campo. Porque, las primeras veces, la fuerza está en la tensión de la propia actividad; las últimas, el cuerpo exige entrenamiento y fortaleza para evitar lesiones. Porque es evidente que son trabajos duros y físicamente exigentes. Y no se ha pensado en todos los cuerpos al diseñar la maquinaria. Ni los equipos de protección individual están pensados para todas las tallas. Y queremos llevarlos. A toda costa. Porque protegernos nos hace resilientes, resistentes y valientes, y, si algún día llega un accidente, entonces sí, querremos que nos traten con la dignidad de una persona trabajadora. Con la dignidad de una persona que está sufriendo.
Cuidados, cuidados y más cuidados
He empezado diciendo lo que soy, pero no lo que no soy. Y también que escribía desde las entrañas. Sostengo que la transformación pasa por el corazón y las tripas, estoy convencida. No soy del pueblo donde cuido tierras y animales, y donde vivo. Ni soy una persona descuidada o temeraria. Y, desde hace un tiempo, tampoco soy una persona con todos los dedos de su mano dominante. Los accidentes ocurren. Y es un dolor visceral sentir cómo apelan a tu irresponsabilidad por trabajar con «máquinas de hombres». Por hacer lo que hacían los hombres. Por no saber como saben los hombres. Y, claro, es sorprendente coincidir en las salas de rehabilitación, cirugía y otros procesos médicos y llegar a conocer hasta cuatro personas más que, como tú, ese mismo mes, han perdido dedos. Y, claro, son hombres. Y estaban haciendo lo mismo que tú. Pero nadie les preguntará por qué lo hacían. Les acompañarán con dignidad. Hablarán de casualidad, de la naturaleza humana, del margen de error, incluso culparán a la máquina. Quizás alguien les dirá que quien no trabaja no puede equivocarse. Alabándolos. Pero tú, niña, ¿cómo se te ocurrió meter los dedos ahí?
Es un dolor visceral sentir cómo apelan a tu irresponsabilidad por trabajar con «máquinas de hombres».
Al final de mi proceso sentí que, aunque el accidente no había sido con una motosierra, sino con otro de los aperos, la motosierra es una de las máquinas de más riesgo con las que trabajo. No quiero silenciar ninguna parte de mi vivencia. Con alegría y poco resentimiento. Que sobrevivir siempre es felicidad. No querría que nadie pasara por lo que yo pasé. Que todas tuvieran oportunidades. Que la vida es nuestra. Que la soberanía es responsabilidad de todas y debemos poder ejercerla. Que romantizar el trabajo del sector primario sin entender su crudeza en clave de género puede llevarnos a un dolor de entrañas. Que si la red no está tejida en oro, la caída puede ser imparable. Y es que la vida en el margen, en el secano y desde la disidencia, será un lugar amable o no será.
Este artículo forma parte del libro colectivo Cultivando soberanía alimentaria y economía feminista: miradas y prácticas desde el País Valencià y otras latitudes, de la Editorial Delta, que se publicará en octubre de 2025.