Joaquín Araújo

La Roca ArgaPuentelaReina

Río Arga en Puente la Reina (Navarra). Foto: Francesc La Roca

Tengo a gala y como costumbre ir con frecuencia a los manantiales que vivifican mi hogar, que es un bosque serrano en la no vaciada sino saqueada Extremadura. Nacen esas aguas a medio kilómetro de mi casería. La cuesta que debo subir supone esfuerzo y más volver con 15/20 kg a mis espaldas. Todo ello cuando la que sale de los grifos resulta perfectamente potable. Con todo, considero esta costumbre un privilegio y un placer, pues así consigo acercarme casi todos los días a llenar varios recipientes con lo que soy. Porque, como todos vosotros, soy agua que piensa y miro con dos grandes gotas de agua. Sin olvidar, por supuesto, el hecho de que así también me aseguro de beber purísimo líquido cosechado en el mismo instante en que era alumbrado.

 

Me asiste, pues, lo que asiste a todos los demás sin que sea mayoritaria la apreciación y correspondencia que el líquido de la Vivacidad y nosotros mismos nos merecemos. Entre otros muchos motivos, porque comemos, bebemos y, en gran medida, también respiramos por la confluencia del Agua con todo lo real y vivo. Es más, me llena de sentido un pequeño rito: suelo tumbarme en toda orilla no contaminada para beber sin grifos, caños o vasos. Es decir, siempre que me resulta posible, bebo besando. Me parece lo mínimo como expresión de gratitud hacia quien lo hace casi todo en este mundo, a uno mismo incluido. Pero a lo que más tiempo dedico, a veces más de una hora, es a contemplar cómo brota lo ácueo de las entrañas de la tierra y cómo chisporrotea la luz en su primer asomo al mundo que va a fecundar. A veces creo sentir ese gozo del Agua niña jugando con luminosas filigranas.

Asistir a las bodas de luces y aguas equivale a incluirte en uno de los instantes más cruciales de cuantos brotan por todas partes en la Natura todavía no destruida del todo.

 
   La peor de las sequías es la falta de ideas, de respeto, de conocimientos, comprensión y, sobre todo, de identificación.   
 

Cuando contemplo cualquiera de las formas que el Agua tiene de manar, a menudo consigo abandonarme, perder mi identidad, e incluso fluir con lo que fluye. Te diluyes en tu propio nacimiento y, no menos, en el principio de todas las vidas terrestres. Aproximaciones tan solo a la tan perdida por tantos fascinación por la Natura. 

Es algo que surge tan espontáneamente como el mismo caudal que aflora y se alumbra para alumbrarlo todo. Dejar que el agua se beba mis ojos al mismo tiempo que mi atención y mis emociones se convierten en otro manantial, este de asombro, respeto y —creo— también de comprensión. 

A veces, también me brota por dentro el sinsabor, sobre todo cuando recuerdo el dolor que provoca el permanente insulto a todos los seres vivos que se deriva de llamar y considerar al Agua solo como un recurso y, por tanto, una mercancía. En consecuencia, algo que se puede derrochar, manchar, herir y hasta matar. Recordemos al respecto que solo matan las aguas previamente asesinadas. 

Crímenes cada día más generalizados a borde de extremas escaseces y diluvios delirantes. Consecuencias inequívocas de lo que llamamos catástrofe climática. Derrota que solo es posible por haber convertido en desiertos el lago de las ideas. Una vez más conviene recordar que el cerebro es un charco, es decir, Agua en algo más que el 90 %. Insisto: la peor de las sequías es la falta de ideas, de respeto, de conocimientos, comprensión y, sobre todo, de identificación. 

¡Triste y muy peligroso que tantos no sepan lo que son!

Es lo que he pretendido resaltar con las dos frases que aparecen destacadas al principio. 

Apreciar los tesoros regalados debería ser, pues, la primera tarea para cualquiera de las formas de usar lo esencial. No solo el agua sino también los aires, la tierra, la energía, sin olvidar la dignidad o la libertad.

Menciono estas dos últimas condiciones que lo humano debería asegurar porque conviene no separar lo que te permite ser de lo que deberías tener y defender.  

La sequía y, paradójicamente, las inundaciones, en consecuencia, seguirán haciendo estragos si solo prevalecen los argumentos económicos y políticos a la hora de usar la Vivacidad y a quien la hace posible. Cuando poco sería más preciso y precioso que un conocimiento sensible empapando toda gestión hídrica. O, si se prefiere, una consideración muy especial del Agua como necesaria entidad con derechos jurídicos. Como ya sucede en algunos ríos neozelandeses. No ser propiedad más que de ella misma. Elevarla a la condición de bien público por excelencia. Esa primera propiedad que es no ser propiedad de nadie. 

Pero gobierna la ignorancia. 

El resultado lo tenemos a la vista: escasez, envenenamientos, inquina y eriales dándole zarpazos a todo lo ácueo, que es la fundacional riqueza de todo colectivo humano.

Por lo mismo, ha de comenzar a manar también la complicidad directa; es decir, la emocional, pero no menos la sensatez. Se conseguiría así otro tipo de lluvia: la reciprocidad, en suma, la que sin duda ha inspirado este poema:

La sed del agua

El agua también tiene sed.

Sed de miradas admiradas.

Sed de cauces sin tapias.

Sed de sedientos limpios. 

Sed de riegos ajustados.

Sed de sorbos de Vida.

Sed de soñadores despiertos.

Y solo nosotros, los humanos,

tan desierto,

podemos dar de beber al agua.

En fin. 

Comencemos a paliar la indudable amenaza de colapso hídrico con más conocimiento, más admiración y más respeto. No nos insultemos llamando y considerando al agua como un recurso. Si la primera tarea y destreza del Agua es rejuvenecer incesantemente el mundo, acerquémonos al menos a tan inmejorable propósito naciendo con las nacientes. 

Gracias y que el agua os atalante, pues no otro propósito se esconde en su sencilla complejidad. 

Joaquín Araújo 

Naturalista y escritor

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