Conversación a tres voces sobre los retos del monte comunal en Galicia

Lara DOPAZO RUIBAL

Recogida Castañas Cooperativa Amarelante Foto Natalia Nogueira 01

Recogida de castañas en la cooperativa Amarelante. Foto: Natalia Nogueira

Recogida Castañas Cooperativa Amarelante Foto Natalia Nogueira 02

Recogida de castañas en la cooperativa Amarelante. Foto: Natalia Nogueira

 

En la entrada de la cooperativa Amarelante hay un cartel que avisa «ni la tierra ni las mujeres somos territorio de conquista». Lo cuenta Sonia Couso, una de las diez cooperativistas que forman Amarelante, un proyecto que gira alrededor de la castaña en Manzaneda (Ourense). Querían que el cartel estuviese allí, en la entrada junto al logo de la cooperativa, como una declaración de intenciones.


Lo que esa frase resume es una de las bases de las teorías ecofeministas que, especialmente a partir de los años noventa, sacudieron el feminismo y el ecologismo. El ecofeminismo surgió como algo más que la suma de ambos: se configura como una teoría ético-política que permite observar la realidad que nos rodea de otro modo, poniendo el foco en aquellas personas y prácticas que han sido consideradas inferiores o diferentes, y que por ello se han quedado en los márgenes.

UNA HISTORIA DE DOMINACIÓN

Hace unas cuantas décadas, algunas filósofas, herederas de sus antecesoras feministas, comenzaron a fundamentar la idea de que la dominación de las mujeres y la naturaleza no solo no eran ajenas, sino que además tenían una raíz común: las mujeres habían sido el campo de prueba para todas las demás dominaciones, incluidas las de la naturaleza y los animales. Para la filósofa Karen Warren, la lógica subyacente en las sociedades occidentales era identificar a las mujeres con la naturaleza y en el terreno de lo físico, mientras que a los hombres se les identificaba con lo humano en el terreno de lo mental. En esta lógica, lo físico y natural había sido tradicionalmente considerado inferior y diferente. Tanto para ella como para la pensadora australiana Val Plumwood, la diferencia en la cultura occidental fue entendida como inferioridad. Y así (con algunos matices) hasta hoy.

La ética ecofeminista surgía, precisamente, ante la dificultad de resolver ciertos problemas éticos complejos y ante la ineficacia de otras teorías éticas para dar respuestas y buscar perspectivas y prácticas que no estuviesen basadas en las lógicas de dominación y androcentrismo.

Revertir la lógica de dominación no es tarea sencilla, puesto que ha sido el modo occidental de relacionarnos entre nosotros y con el entorno desde hace siglos. Cuando Sonia Couso habla del trabajo que Amarelante realiza con los castaños, explica que falta profesionalización en la explotación del monte y añade: «A mí la palabra explotación no me gusta porque suena a expolio, a cargarse todo y no devolver nada, y no es así: nosotras heredamos unos castaños centenarios que debemos dejar donde están, esa es nuestra responsabilidad».

Esta es la subversión de la lógica de dominación: dejar de lado la idea capitalista del extractivismo sin límites y tomar la responsabilidad de relacionarnos en igualdad y cuidar para mañana.

Tradicionalmente, la relación con el monte en el caso gallego era así, una relación de reciprocidad: el monte proporcionaba sustento y las personas que lo habitaban lo cuidaban. Rota esa relación de reciprocidad en un sistema en el que el monte ya no es quien proporciona sustento ni la base del sector agroganadero, la cuestión de la reciprocidad debe ser tomada desde una perspectiva más amplia: el monte es la base del equilibrio ecológico, de la conservación del agua, del combate contra el fuego y de la prevención de la erosión, además de los rendimientos económicos que pueda proporcionar.

Devolver al centro valores como la reciprocidad, actualmente no muy de moda, tal como indica la pensadora Val Plumwood, supondría pensar en sistemas no regidos por la competitividad, sustentados por relaciones no instrumentalizadoras y que propongan un uso equilibrado de los recursos naturales.

¿CUÁNTO TIENE ESTO QUE VER CON EL MONTE?

Las éticas ecofeministas se encargan de recordarnos que la realidad humana está incrustada en realidades ecológicas, cruzadas de conexiones no solo físicas, sino también conceptuales. En un vistazo superficial al entorno, en Galicia el medio rural constituye más del 95 % del territorio, según cifras de la Xunta de Galicia, y el monte ocupa el porcentaje mayor de la superficie. Solo el monte en propiedad comunal es una cuarta parte del territorio, alrededor de 600.000 hectáreas, vinculadas a unas 2800 comunidades vecinales de montes en mano común, cuya diversidad es tan grande como el territorio que gestionan.

Dora Cabaleiro es parte de una comunidad de montes en Negueira de Muñiz (Lugo) y parte del proyecto Ribeiregas, una de las patas de Ribeiras do Navia. Se trata de una cooperativa de trabajo asociado cuya sostenibilidad depende del monte comunal. La propiedad comunal es un bien amenazado, como explica Dora, «hay mucha presión debida al abandono del rural: quedan muy pocas casas habitadas y el resto pertenecen a personas que viven fuera y que presionan porque quieren una parte del monte». Y continúa: «Las vecinas que se quedan todo el año viviendo solas y sosteniendo la custodia del territorio se ven tan presionadas que, por no tener problemas con sus vecinas, acaban cediendo a la privatización de mutuo acuerdo». Los montes comunales de los que forman parte están amenazados por esa privatización, pero no es el único motivo: los incendios, la difícil recuperación del suelo quemado y el interés de la administración por la reforestación solo con pino dificultan que el monte del que son comuneras se parezca al monte que desean ver.

«Nuestra prioridad es que el monte esté vivo en la medida de nuestras posibilidades: que haya abejas, que todas las reforestaciones se hagan con frondosas, que el monte sea algo vivo, no un terreno para plantar, talar, plantar, talar...», continúa. Un monte, en fin, que no sea visto como fuente inagotable de recursos al servicio del ser humano, sino un ecosistema al que pertenecemos y al que nos debemos.

  Los montes mancomunados tienen, además, ese doble papel: no se trata solo de un bien tangible que se debe proteger, sino también de formas de organización social fundadas sobre la idea de bien común que desafían la lógica del capitalismo. Se caracterizan por la idea de cooperación frente a la competición, por la toma colectiva de decisiones y por las redes de solidaridad comunitaria en aquellas comunidades más cohesionadas y fuertes.  
 

Tereixa Otero, comunera de los montes de Vincios (Gondomar), explica los retos a los que se enfrenta el monte hoy, comunal o privado: «El beneficio económico es una trampa muy peligrosa, los monocultivos causan la desertificación del monte, pérdida de la biodiversidad, problemas de salud en los animales, falta de agua... La presión económica que sufren los recursos naturales gallegos es antigua, ahora lo más preocupante es que las industrian cuentan con supermáquinas y supertecnología que hace en días lo que antes tardaban años».

Vincios y toda la comarca del Val Miñor fue una de las zonas más devastadas por los incendios de octubre de 2017. El fuego se sumó a las otras amenazas que pendían sobre el monte, como la minería o los proyectos eólicos. Al hablar de desafíos frente a desastres de tal magnitud, Tereixa explica: «La conservación tiene que prescindir de los conceptos de la economía actual de útil y rentable, nuestros valores tienen que ser otros: salvar la biodiversidad, crear comunidades menos opulentas pero con recursos básicos para todas y todos. Y se debe tener presente que el modelo económico actual está dando sus últimos coletazos y busca despojarnos de los últimos recursos propios como el monte comunal».

Todas estas son premisas ecofeministas y tratan de buscar, de diversos modos, alternativas políticas y sociales más viables, más sostenibles, con todas las dificultades que encara el rural hoy, indagando en los aspectos más invisibilizados pero esenciales de relación con el entorno y entre las personas que se dan en los márgenes.

DIVERSIDAD, DESCONEXIÓN Y FUTUROS

A la pregunta de si existe un modo concreto de relacionarse con el monte siendo mujer, la respuesta de Tereixa Otero es claramente afirmativa: «El género nos dio un papel en el mundo que nos hizo "percibir" y "hacer" de otro modo, de ahí que las mujeres aún no estemos en pie de igualdad. Los ritmos de las políticas no son compatibles con los cuidados, no solo los cuidados personales, sino también de la casa; es un concepto que va desde la salud y el bienestar de las personas hasta la salud y el bienestar de los animales y plantas que nos rodean». «Es un modo de vida insano para las mujeres que se ven obligadas a encargarse de los cuidados, pero imprescindible para su entorno», puntualiza.

Por su parte, Dora Cabaleiro cuenta: «Si algo me enseñó la organización de Montes Vecinales en Mano Común es que el monte es diverso como nosotras, como las personas, y no tiene solo una función empresarial, tiene muchas otras funciones: culturales, medioambientales... Parece que la convivencia no sea posible, pero ¿cómo no va a ser posible?». La gestión mancomunada de los montes tiene mucho de desafío a las lógicas capitalistas y mucho de reconstruir relaciones, potenciar la horizontalidad y tejer comunidad y cuidados.

Tereixa cree que la perspectiva que se abre tiene algo de optimista: «La sociedad cambia muy despacio, históricamente siempre ha sido así; pero cuando el desequilibrio es bestial, es decir, cuando los grupos más agobiados por la supervivencia son mayoritarios, se producen cambios. En la actualidad, los colectivos ya están construyendo otro mundo, ya que contamos con muy buenas ideas y soluciones, tenemos formas de trabajar en grupo muy constructivas y nos interesa por encima de todo el bien común de todos los seres vivos. Toda esa energía positiva es imparable».

Además de la acción colectiva, tanto Tereixa como Dora y Sonia coinciden en señalar el papel fundamental de la educación para cerrar esa brecha que nos desconecta del entorno natural que nos rodea. Buscar un cambio en la relación con el monte, con el territorio, supone enfrentarse a la fisura entre el mundo urbano y el mundo rural, o más bien rebelarse ante la realidad de que las ciudades viven de espaldas al mundo rural.

«Lo principal es la educación», explica Sonia Couso. «Venimos de una aldea en Galicia, y los niños y las niñas saben que las vacas producen leche, pero no hay una relación causa-consecuencia. Es muy bonito ir a pasear y hacer rutas por el monte, pero no se inculca esa relación y ese vínculo con el medio rural. ¿Cómo fomentar su valor positivo? Primero, creyéndonoslo nosotras. Deberíamos sentir más orgullo por lo que tenemos y por lo que somos».

De un modo parecido, para Dora, parte del cambio también pasa por la educación: «Se pueden hacer muchas cosas, pero la educación es clave y hay que vincularla con el lugar en el que los niños y las niñas se desarrollan; no puede haber programas educativos que no les hagan identificarse con el sitio en el que viven, eso produce desapego».

Si la situación global es compleja —y un análisis profundo lo es aún más— lo que es cierto es que existen buenas prácticas que apuntan a caminos certeros. Y en ellas, las mujeres y su forma de vivir y relacionarse con el territorio son fundamentales. Si bien no existen dos comunidades iguales, lo cierto es que las respuestas que se den a los desafíos que enfrentan solo serán exitosas si son creadas por y para la comunidad. Lo ilustra Dora: «Hay locuras que se te pasan por la cabeza y nunca piensas que puedan ser reales: nosotras abrimos una escuela, que debe ser la única escuela abierta en el rural gallego en la última década, y tenemos trece niños y niñas escolarizadas este año. ¡¡¡Trece!!!».

De esa escuela con trece escolares de primaria, en Negueira de Muñiz, a Vincios, en la otra punta del mapa, donde Tereixa Otero dice: «Este amor a la tierra y su cuidado no es innato en los seres humanos, es cultural, lo aprendemos». Y es probable que en una frase tan simple se guarde toda la complejidad y toda la esperanza hacia donde encaminar nuestros pasos.


Lara Dopazo Ruibal
Participante del Programa de Estudios en Mano común: Ruralidades, Feminismos y Comunes y poeta en lengua gallega

 

  PARA SABER MÁS

   Cooperativa Ribeiregas (Negueira de Muñiz, Lugo)

   Cooperativa Amarelante (Manzaneda, Ourense)

   Montes en Mancomún de Vincios (Gondomar, Pontevedra)

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