Berta Camprubí

Este reportaje se ha elaborado en colaboración con La Directa. Disponible en català

Comunidades originarias y campesinado local de los cauces de los ríos Amazonas, Tocantins y Tapajós denuncian amenazas, coacciones y asesinatos desde la llegada de la multinacional Cargill.

 

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Incendio intencionado en el asentamiento 12 de octubre de la ciudad de Cláudia, en Mato Grosso | Victor Moriyama (Rainforest Foundation Norway)

Para entender de dónde sale la soja que ha alimentado al cerdo con que estaban hechos los sanjacobos que comiste ayer tenemos que viajar a América Latina. La mitad de la producción mundial de soja se cultiva en Brasil, Argentina y Paraguay. La otra mitad, en EE. UU. y China. Brasil tiene sembradas 38,75 millones de hectáreas de soja transgénica, según la consultora brasileña Datagro, lo que equivale a cinco veces la superficie de los Països Catalans. Desde que se posicionó como una de las actividades económicas más importantes del agronegocio brasileño, en la década de los setenta del siglo xx, y hasta el año 2017, el cultivo de soja se ha multiplicado por 74. La producción de este grano tiene impactos extremadamente nocivos para el territorio y las comunidades que lo habitan. La empresa que ha promovido con más fuerza la expansión de la soja desde su llegada a tierras brasileñas en 2003 es la estadounidense Cargill.

«Ayudando al mundo a prosperar». Bajo este lema, Cargill exporta millones de toneladas de soja al año (17 millones en 2019, según el informe de GRAIN) y monopoliza todos los eslabones de la cadena de producción. El primer paso ha supuesto la intensificación salvaje de la deforestación de miles y miles de hectáreas de dos de los principales biomas del Brasil: la sabana del Cerrado (en los estados de Mato Grosso, Mato Grosso do Sul, Goiás, Tocantins y Bahia) y la Amazonia (sobre todo en los estados de Pará y Amazonas). El ritmo de devastación es todavía más frenético desde la llegada del presidente Jair Bolsonaro al Palacio de Planalto de Brasilia.

Según el informe de GRAIN, «las protecciones ambientales que tanto costó conseguir en el pasado han sido prácticamente eliminadas». Numerosas ambientalistas brasileñas denuncian que la mitad del Cerrado, que produce un 52 % de la soja de Brasil, ya se ha deforestado, víctima de incendios intencionados en un 96 % por el sector agropecuario. En cuanto a la selva amazónica, el documento de GRAIN –con fecha de octubre de 2020–, explica que «la superficie deforestada alcanza un 83 % más que hace un año».

«Soja significa selva talada», asegura Sara Pereira, activista de la ONG brasileña FASE, organización que trabaja en la defensa de los bienes comunes de la Amazonia, la justicia ambiental y la soberanía alimentaria. La deforestación y la consecutiva expansión de la soja transgénica, a su vez, conllevan el desplazamiento forzado hacia las periferias urbanas, también denominadas cordones de miseria, de millones de campesinas. «Tres millones y medio de personas han tenido que desplazarse en los últimos cuarenta años a causa de la concentración de la soja y de la deforestación», explica Larissa Packer, abogada medioambiental de GRAIN. Así han proliferado barrios populares y favelas con viviendas improvisadas de material reciclado en ciudades que crecen sin oportunidades para sus habitantes como Manaus, capital de Amazonas; Belém, capital de Pará, o Cuiabá, capital de Mato Grosso.

Terminales de carga al pie de los ríos

En el año 2003, Cargill instaló una terminal portuaria para la exportación de soja sobre las aguas del río Amazonas en la ciudad de Santarém, Pará, «sin proceso de consulta previa y sin el estudio de impacto ambiental exigido por ley», explica Sara Pereira. Con base operativa en el puerto, Cargill y sus aliados —copiando las dinámicas ya empleadas históricamente por colonizadores y terratenientes— empiezan a extenderse por medio de métodos denunciados como ilícitos: «al principio, ofrecían mucho dinero a las campesinas para comprar sus tierras y las que se resistían a vender acababan encontrándose acorraladas. Después de la seducción y la compra, pasaron a procesos más violentos como la expulsión. Hubo campesinas a quienes quemaron la casa, líderes sociales amenazadas de muerte, etcétera», relata Pereira. Maria Ivete Bastos fue presidenta del Sindicato de trabajadoras rurales de Santarém entre 2002 y 2008. «La soja empezó a crecer a partir del puerto de Cargill; y a mí me tocó comprometerme con la defensa de los derechos y las tierras de las campesinas. En 2005 empecé a sufrir amenazas y atentados», explica.

 
   Cargill proyecta un nuevo puerto en la ciudad de Abaetetuba, donde las comunidades ya se están organizando para resistirse.   
 

Bastos tuvo que moverse con protección policial durante diez años. «Recibía mensajes diciendo que el día que me dejara la policía, me pillarían y que no tendría el placer de una muerte rápida». En 2017, acabado el programa de protección de derechos humanos que la protegía, «vinieron a amenazarme a la sede del sindicato un empresario con su pistolero, después me dispararon dentro de casa e intentaron quemarme con gasolina», explica con naturalidad la líder campesina. «Todavía no puedo ir sola por la ciudad porque están ejecutando poco a poco a todos los que estaban en la lista de amenazas», se lamenta. Con el mismo modus operandi utilizado en Santarém, Cargill ha instalado otro puerto en Miritituba (Pará) y proyecta la construcción de uno nuevo sobre el río Tocantins, en Abaetetuba, donde las comunidades ya se están organizando para resistirse.

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Al fondo, terminal de Cargill en Santarém, en el lecho del Amazonas | Victor Moriyama (Rainforest Foundation Norway)

Se trata de infraestructuras logísticas que forman parte del macroplan denominado Infraestructura Integral Regional de Sur América (IIRSA), un proyecto de inmensa envergadura pensado desde el engranaje neoliberal que articula los diferentes tratados de libre comercio que afectan a la región, diseñado para consolidar la posición de América Latina dentro de la economía global como exportadora de materias primas. La soja, no solo como ingrediente básico para la fabricación de pienso para los animales, sino como potencial materia prima del combustible renovable, desempeña un papel central. El expresidente de EE. UU. George Bush firmaba en 2007 un pacto con el entonces presidente brasileño Lula da Silva, que comprometía al gigante latinoamericano a hacer crecer exponencialmente su producción de etanol a partir de caña de azúcar y de soja, con el afán de convertirse en lo que denominaron la «Arabia Saudí de los biocombustibles».

Exterminio de la agricultura tradicional

Mediante estas praxis y con estos tentáculos se ha ido instalando la multinacional de capital privado más grande del mundo en tierras brasileñas. «Cargill patrocina el éxodo rural, el conflicto por la tierra, la criminalización de líderes sociales y vulnera el estilo de vida de las campesinas, las leyes brasileñas y la Convención 169 de la OIT», asegura Manoel Edivaldo Santos, del Sindicato de trabajadores rurales de Pará. Su presencia «afecta a la vida, la salud, el bienestar... Afecta a todo», asegura Osvalinda Alves, agricultora de las afueras de Santarém. La campesina enumera desde el aumento de accidentes automovilísticos en la principal carretera de la zona, la BR163, a causa del flujo de transporte de soja, hasta los problemas respiratorios y la infertilidad de la tierra que causan las fumigaciones con glifosato, pasando por la pérdida de semillas autóctonas a causa del monopolio invasivo de las semillas transgénicas y la tala ilegal de árboles que ponen en práctica los terratenientes que continúan comprando o invadiendo tierras.

«Los terratenientes convierten la selva en hierba y después en soja, y todo acaba para nosotros», se lamenta Alves. Tradicionalmente, las comunidades indígenas, campesinas y quilomboles (afrobrasileñas) del departamento de Pará han vivido de la pesca, de la diversidad de los árboles frutales y de la producción de harina de mandioca y otros derivados de este tubérculo autóctono. Desde la llegada de Cargill, sin embargo, «para nosotros, aquí las cosas solo empeoran», asegura la campesina. «Ellos buscan expandir la soja, la madera, el agronegocio. Nosotras, las agricultoras, luchamos por el día a día, para cultivar nuestra alimentación. Cargill pretende acabar con el campesinado, es realmente un exterminio de la agricultura tradicional», denuncia.

Del caucho a la soja

«Cuando analizamos la historia de la Amazonia, entendemos que ha sido víctima de una explotación a lo largo de muchos ciclos económicos», desde la llegada de la colonización hasta el presente, explica Pereira. «El caucho, el oro, la madera... Y ahora, la soja». Según este activista, con la llegada de los colonizadores empieza el acaparamiento de tierras que en Brasil denominan grillagem. «Desde entonces hasta ahora no ha habido tantos cambios y, de hecho, es un proceso que se va acentuando cada vez más», añade. El conflicto por la tierra es la causa de muerte de centenares de defensoras de la vida y el territorio en Brasil. Según la Comisión Pastoral de la Tierra, organización cofundada por el padre Pere Casaldàliga, en 2019 se registraron 1933 conflictos por la tierra, el 60 % de ellos en la Amazonia, y 32 líderes sociales fueron asesinados, 27 en la región del río más caudaloso del mundo. «La cuestión de la tierra en Brasil es un caos estratégico, no es casual, es una política de estado, un caos que propicia que los terratenientes puedan ir apropiándose de la tierra para sembrar soja, que es una de las principales mercancías del país», concluye Pereira.

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Plantación de soja en el estado de Tocantins, en el centro de Brasil | Victor Moriyama (Rainforest Foundation Norway)

Tras el golpe de estado jurídico y mediático a la presidenta Dilma Rousseff, en 2016, el gobierno interino de Michel Temer aprobó la Ley 13.465/2017 sobre la regularización agraria en la Amazonia. «Nosotros la bautizamos como la ley de la regularización del grillagem», matiza el sindicalista Santos. Y continúa: «Es una ley que abre las puertas a que el agronegocio avance sobre tierras públicas a más velocidad; y ahora aún más con la gestión del gobierno de Bolsonaro, que ha debilitado los órganos responsables de la reforma agraria y el control ambiental, como el INCRA y el IBAMA». Bolsonaro anunciaba en febrero de 2019 el nombramiento del coronel del ejército Jesús Correa como nuevo presidente del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA). Y fue Temer quien colocó a un pastor evangélico, conocido por predicar la palabra de Dios a comunidades indígenas, como presidente de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), el órgano público que teóricamente se encarga de proteger a las etnias aisladas en la Amazonia, entre otras tareas.

 
   Día tras día oyen el ruido de las sierras eléctricas que destruyen el ecosistema que les ha dado la vida.   
 

Los pueblos originarios de esta tierra son las principales víctimas del adelanto de la soja. Esclavos de las caucherías hasta hace solo cien años en la Amazonia peruana, colombiana y brasileña, ahora sufren el impacto de los monocultivos sobre sus tierras teóricamente protegidas por la FUNAI. Día tras día oyen el ruido de las sierras eléctricas que destruyen el ecosistema que les ha dado la vida durante milenios. Las diferentes aldeas del pueblo munduruku, una de las decenas de etnias de la región, son diana constante de la actividad de los productores de soja. Según Pereira, los munduruku resisten y habitualmente estallan conflictos violentos. Lo mismo pasa con las aldeas quilomboles del Planalto de Santarém.

Otro colectivo que sufre un impacto específico es el de las mujeres agricultoras, «porque ellas tienen una relación más fuerte con la tierra, son las mayores defensoras de la agricultura circular y dependen de los huertos para su alimentación, para sus medicinas», según explica Pereira. Cuando le preguntamos si quiere añadir algo más, el activista hace un contundente llamamiento a aquellas personas que están al otro lado de la cadena de consumo: «La soja brasileña es una soja manchada por la sangre de líderes asesinados, por los agrotóxicos. Sus consumidores necesitan reflexionar bien sobre qué hay embutido en esa carne de cerdo que se sirve a diario en su mesa. ¿A qué sabe? ¿A salud y vida o a sangre y violación de derechos humanos?».



Berta Camprubí | @bertacamprubi

Reportaje en colaboración con La Directa

  PARA SABER MÁS

   De aquella soja, estos purines, Maties Lorente

 

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