Miquel Amorós

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   Un Poder fundado en la Autoridad puede por supuesto servirse de la fuerza, pero si la Autoridad engendra una fuerza, esta nunca puede, por definición, engendrar una Autoridad política.   
Alexandre Kojève, La noción de la Autoridad
 

A juzgar por la contundencia con que la fuerza pública —la del Estado— se ejerce sobre los manifestantes que discrepan de los gobiernos, colegimos que la soberanía popular, la base de los regímenes parlamentarios, es una entelequia. Como antaño señaló Benjamín Constant, los individuos “modernos” de las democracias representativas no son soberanos más que de jure: sus libertades se reducen al ámbito apacible de la vida privada. El derecho a decir a los demás lo que el Poder separado no quiere que oigan, por ejemplo, no cae dentro de aquel. El derecho a decidir sobre los asuntos que atañen a la colectividad, y en fin, el ejercicio directo, continuo y cotidiano de los derechos políticos individuales, tampoco. Del derecho consuetudinario, mejor no hablar.

En los regímenes de partidos denominados impropiamente “democráticos”, el poder político, que sobre el papel pertenece al pueblo o a la nación, en realidad, es el poder del Estado, la entidad que lo detenta y ejerce. Todo Estado reposa en el monopolio de la fuerza y desempeña su autoridad usando aquella a discreción. En la medida en que el uso de la fuerza -la represión- no tiene limitaciones, y no las tiene cuando se siente cuestionado, el Estado es autoritario y policial. Realmente, el Estado reacciona con violencia cuando la gente desencantada actúa por su cuenta, es decir, no simplemente lo ignora, sino que no lo reconoce. Ese el mal del Estado en la actualidad: su fragilidad hace que cualquier acto de desobediencia sea considerado como un desafío porque pone en entredicho su autoridad, algo que trata de restablecer con un uso perverso de la ley y un empleo desmesurado e intimidatorio de la fuerza. Subsiste gracias a ello.

Así lo hemos visto el pasado marzo en las manifestaciones contra la construcción de un macrodepósito de agua en Sainte-Soline, Francia, pero podemos citar pasados ejemplos autóctonos como las protestas contra el TAV en Euskadi, el desalojo de la comunidad de Fraguas, o la lucha contra las líneas MAT en Girona. Toda protesta fuera de los cauces establecidos, bien sea en defensa de la tierra, o del trabajo, o de las pensiones, o de los derechos de los presos, o de la misma habitabilidad planetaria, es una protesta criminal, un problema de orden público, o en definitiva, un acto de rebelión contra el Estado. Ahora bien, dichos cauces, los parlamentos, los sindicatos, o las asociaciones subsidiarias, funcionan cada vez menos, pierden eficacia en la neutralización de la contienda ambientalista y el disimulo de los desequilibrios territoriales. La crisis actual es una crisis económica, social, política y territorial. La dominación tecnocapitalista, a fin de resolverla favorablemente, realiza un salto cualitativo en la devastadora ordenación del territorio a través de nuevas infraestructuras energéticas y digitales, de grandes proyectos inútiles de transporte, del acaparamiento de recursos, del turismo de masas, de la agricultura industrial y la ganadería intensiva. El Estado no es más que su brazo armado.

Recapitulemos: la adaptación terrorista al mercado global del espacio rural y urbano desemboca en una crisis de múltiples facetas que lesiona intereses locales y modos de vida escasamente mercantilizados, pero sobre todo somete todavía más a la sociedad entera a los imperativos económico-financieros. Así se suscita una contestación popular de autodefensa ajena a las instituciones y, en gran parte contraria a ellas. Si entre los diversos sectores de la población afectada y los desertores del sistema cuajan amplias alianzas y una ola de indignación agita las pasiones, la posibilidad de que en condiciones de descrédito de la política y opresión económica insoportable surja un movimiento antidesarrollista sin jefes ni mediadores patentados es muy real. Es más, no puede surgir de otra manera. La representación profesional institucionalizada tiene los días contados. La “cultura del no” alimenta los programas de los contestatarios en el marco de una democracia directa.

La federación de oponentes con diferentes opciones ideológicas y objetivos variables se hace efectiva mediante redes de resistencia, encuentros continuos en rotondas, plazas, locales públicos o fiestas campestres. Y halla en la defensa del territorio y la naturaleza contra toda la nocividad el frente anticapitalista por excelencia. La defensa del territorio es la única capaz de abrir horizontes de libertad y emancipación históricamente ligados a lucha laboral. La defensa territorial es la única que puede devolver a la vida su soberanía perdida por culpa de la búsqueda privada del beneficio. El “Ni aquí, ni en ninguna otra parte” lanzado contra los megaproyectos destructores es su consigna elemental.

La resistencia a la violencia tecnocapitalista no termina en pliegos de reclamaciones y quejas a la administración. La acumulación de fuerzas y experiencias le permite gestos impactantes como han sido la ocupación de tierras, el bloqueo de obras indeseables, el sabotaje de la maquinaria o la barricada en las carreteras. El ambiente está tan caldeado por la política estatal de hechos consumados y tierra quemada que los defensores se permiten actos ofensivos y eso el Estado, guardián de los intereses económicos, no lo puede consentir. Ha llegado el momento de la confrontación, que no puede resolverse a favor de la vida libre sino extendiéndose. La resignación aplaza ese momento, pero no suprime su advenimiento, puesto que su necesidad se mantiene.

Miquel Amorós

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