Patricia Dopazo Gallego

En los barrios de nuestras ciudades existen iniciativas relacionadas con la alimentación que, además de proporcionar alimentos o transmitir la importancia de una dieta saludable, consiguen resultados menos visibles pero quizá más sólidos y duraderos: acercar a personas diversas y crear comunidad.

 

 

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 ‘Tira de comptar’ de distrito del Mercat del Cabanyal-Canyamelar. Foto: Arrelaires

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 Taller de cocina de proximidad con la chef Cristina Ruiz. Foto: Arrelaires

 

La alimentación como elemento de cohesión se ha ido perdiendo a medida que se ha incorporado a la industria de mercado y también a la vez que nuestras sociedades se han vuelto más urbanas y las formas de vida más individualistas. Los alimentos cohesionaban comunidades que funcionaban sincronizadas con las temporadas de lo que se cosechaba y se consumía; interrelacionaban a personas y familias gracias al intercambio de productos de las huertas o elaborados, y también a través de los intercambios de trabajo en el campo y de conocimientos sobre recetas, cultivos o remedios naturales. Además, la alimentación nos vincula de un modo muy visible con la tierra y con el mar. ¿Qué queda ahora de todo esto en la vida en las ciudades?

Alimentación y memoria colectiva

El barrio del Cabanyal, en València, está cara al mar y gran parte de la actividad pesquera de la ciudad se ha producido históricamente allí, donde se ubican la lonja de pescado, la cofradía de pesca y la agrupación de clochineros. «Las clóchinas son un producto muy identitario de aquí y se venden directamente en las tiendas y bares del barrio; la gente tiene muy integrada su estacionalidad, hay tiendas que solo abren cuando hay clóchinas», explica Natalia Castellanos, que vive en el barrio. Además, el Cabanyal está pegado a la huerta que rodea València, junto al municipio de Alboraia.

Natalia forma parte de la asociación Arrelaires, que ha coordinado Aliments de l’horta i la mar per a València. Se trata de un proyecto piloto que ofrece información fácil y accesible a la ciudadanía sobre dónde conseguir alimentos de proximidad en canales cortos de comercialización —se ha editado un mapa con esta información— y reflexiona sobre la alimentación y el territorio, pero con la particularidad de centralizar todas las acciones en un barrio, el Cabanyal. Durante un mes, se organizaron, entre otras actividades, visitas a los productores y productoras de la huerta, a las tiendas del barrio y los puestos del mercado, rutas para conocer su patrimonio marítimo y pesquero, y un taller de cocina. «Aterrizar el proyecto en un barrio le da mucha riqueza, es una manera de sensibilizar y aprender mucho más eficaz, y potencialmente puede tejer más vínculos que organizándolo en el ámbito más amplio y difuso de una ciudad; las actividades lúdicas, sin tanto discurso, se reciben con muchas ganas», explica Natalia. De hecho, en algunas actividades las plazas disponibles se quedaron cortas. Participaron personas de perfiles muy diversos, aunque predominaron las mujeres mayores de 50 años y, en general, gente que ya tenía algo de conocimiento sobre alimentación, lo que hizo que se generara debate y muchas preguntas sobre las etiquetas, los sellos, lo ecológico, etc. «Ha ayudado mucho pasear juntas por el barrio, a la gente le encanta esto de hablar directamente con la gente de las tiendas, del mercado, saber su historia, por qué tienen este producto, cómo se cultiva, cómo se cocina… Vincular todo esto con la memoria alimentaria, con el urbanismo de proximidad, es una manera de transformar hábitos con muchísimas posibilidades».

La idea se impulsó en el Consejo Alimentario Municipal, una entidad consultiva del Ayuntamiento de València que se creó en 2017 para promover un sistema agroalimentario local más sostenible, saludable y justo. En él participa una representación plural de la ciudadanía, que incluye movimientos sociales, organizaciones agrarias y de consumidores o partidos políticos. ¿Y por qué se eligió el Cabanyal? «Precisamente por todos los puntos que tiene para trabajar. Aparte de su patrimonio pesquero y de toda la labor de investigación y divulgación que ya existe al respecto, la huerta está muy cerca y se unían los dos mundos. Además, hay muchos proyectos comunitarios y algunos que trabajan concretamente la alimentación; también está el mercado con un espacio, la tira de comptar, reservado para los productores locales. Todo eso, sumado a la herencia gastronómica, daba para hablar de cocina, comunidad y territorio», explica Natalia.

Todas estas acciones han servido para abrir un campo ilimitado de posibilidades para generar vínculos comunitarios. El equipo del proyecto ha tenido muchas ideas para darle continuidad, entre las que Natalia destaca el elemento de la memoria colectiva. «Me quedé con ganas de elaborar un mapa en el que el vecindario rescatara las tiendas que ya no existen, qué productos ya no se pueden comprar…, un mapa donde se vieran los cambios del barrio, el avance del cemento sobre la huerta, que trajeran fotos…». En los encuentros, las personas más mayores recordaban con cariño que antes se juntaban a menudo a cocinar y comer en la calle y que ahora el urbanismo y la individualidad han hecho que esas cosas sean menos habituales.

Tejido comunitario

El barrio de Bellvitge, en l’Hospitalet de Llobregat, tiene en común con el Cabanyal que se sitúa en la periferia de una gran ciudad y que también limita con el territorio agrario, concretamente, con la última zona agrícola de la ciudad, Cal Trabal, amenazada por varios proyectos de especulación urbanística.

En Bellvitge nace la cooperativa de consumo Keras buti (‘hacer cosas’, en romanó), impulsada en 2018 por LaFundició y la entidad gitana Lacho bají calí. «Su objetivo principal era revertir la idea de que consumir productos ecológicos es solo cosa de las clases medias y reivindicar el derecho de todo el mundo, también las clases populares y las gentes que habitan las periferias, a comer de forma saludable y sostenible para el planeta». Habla Laia Ramos, socia de LaFundició, una cooperativa que desde 2006 impulsa procesos colectivos de construcción de conocimiento, prácticas culturales y formas de relación. Keras buti es uno de ellos y en este tiempo la cooperativa ha ido creciendo, desde Bellvitge a cinco barrios más, ha conseguido llegar a 80 personas socias y ha abierto recientemente un economato popular.

Una de sus derivadas es la Escola Popular Keras buti, según su web: «un espacio donde compartir y construir colectivamente conocimiento: saberes y haceres vinculados a un territorio y a unas comunidades específicas; saberes y haceres que articulan una cosmología, una manera de sentir y estar en el mundo». En esta escuela se recupera desde hace años la elaboración artesanal de cestas con mimbre y caña, que se recogen directamente en el lecho del Llobregat. Se tejen mientras se conversa sobre la memoria de las comunidades y los territorios, y los utilizan en la propia cooperativa de consumo. También se han hecho talleres de compostaje, cursos de lengua romaní y jornadas de agroecología.

«Keras buti empezó a trabajar con un productor ecológico del Parc Agrari del Baix Llogregat con la idea de vincular el sostenimiento de las vidas de quienes cuidan la tierra con el de las personas que habitan las zonas urbanas de la periferia», cuenta Laia. Esta idea cobró más fuerza aún durante la pandemia, cuando la cooperativa se sumó a la red de apoyo vecinal de l’Hospitalet y fomentó la compra de producto ecológico fresco a las huertas cercanas, que también se encontraban en una situación frágil. «Ese impulso se ha mantenido en pospandemia, tomando diferentes formas y ocupando diferentes espacios, ensayando maneras de generar articulación comunitaria a partir del derecho a comer sano y de forma sostenible para todas», explica Laia.

 
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‘Camins de pesca’ por el barrio del Cabanyal con Paseando Valencia. Foto: Arrelaires

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Cabanyal Horta, explicando el proyecto Cuina de Barri. Foto: Arrelaires

 

Apoyo mutuo y convivencia

A partir de la pandemia, las iniciativas comunitarias de apoyo mutuo se multiplicaron en los barrios; muchas de ellas tenían como objetivo central la alimentación. Es el caso del Banco de Alimentos del Barrio (Colectivo BAB), que puso en marcha el vecindario de Lavapiés, en Madrid, con el fin de organizar y distribuir los alimentos que se donaban y fomentar la solidaridad y la cooperación para fortalecer un tejido social vecinal que ya existía. Gracias a ello, en la primera etapa del confinamiento se activaron más de 250 personas voluntarias y se articularon decenas de colectivos y entidades.

«El potencial de la alimentación como factor de cohesión social y cultural es incuestionable», afirman Carola Yagüe y Teba Castaño, comprometidas con el BAB desde sus inicios. «La comida es una de las variables más importantes dentro de la construcción de la identidad, tanto individual como colectiva, y propicia acciones y sentimientos tan importantes como compartir, invitar, disfrutar, revalorizar, unir a quienes comparten la misma tradición gastronómica, sentir orgullo, admirar a quien cocina, agradecer a quien provee… No solo nos alimenta el cuerpo». Los relatos de Carola y Teba en este sentido no acaban. Por ejemplo, hace unos días la comunidad musulmana invitó al vecindario y los colectivos del barrio a la cena de ruptura de ayuno del ramadán. También cuentan la historia de Usman, un agricultor que tuvo que dejar Mauritania debido al cambio climático y que desde 2014 cultiva una huerta agroecológica en Rivas con la que provee a grupos de consumo de Lavapiés y de otros barrios. «Usman se volcó a apoyar al vecindario en la pandemia y el año pasado, cuando un incendio acabó con la pequeña infraestructura de su huerto, sus herramientas y algunos frutales, el barrio se volcó a su vez para ayudarle y el caso se extendió por toda la ciudad», cuenta Carola.

El trabajo del BAB también tiene un fuerte componente reivindicativo que se encargó de denunciar la incompetencia del Ayuntamiento de Madrid durante la pandemia. «El ayuntamiento debería apoyar las iniciativas barriales que busquen el bienestar de la población y la atención a personas vulnerabilizadas y también tener reuniones periódicas con ellas, que son las que están tomando el pulso al barrio, para coordinar esfuerzos y sinergias», dice Teba. El vecindario movilizado de Lavapiés sueña con una cocina comunitaria con enfoque intercultural, intergeneracional, de género y sostenibilidad medioambiental, abastecida con productos del huerto urbano del barrio (el proyecto «Esta es una plaza»), de las despensas del BAB y de aportaciones solidarias, con una filosofía de cero basuras; allí, por turnos, los diferentes colectivos de mujeres del barrio (marroquíes, bangladesíes, senegalesas, latinas, españolas…) elaborarían las meriendas escolares con recetas tradicionales que enseñarían a las demás participantes y que posteriormente pudieran recogerse en un libro de recetas.

Aprendizaje y politización

Este sueño es muy parecido al de Natalia para el Cabanyal: «Me imagino una cocina comunitaria autogestionada, una especie de centro social donde las personas más mayores enseñaran recetas y trucos que tengan que ver con estos alimentos, donde también se pudieran comprar productos de proximidad y se organizaran actividades». Y, de alguna manera, en el Cabanyal esto ya está sucediendo gracias a Cabanyal Horta, un movimiento vecinal que recuperó un solar municipal abandonado, donde se ubicaba el antiguo poblado de El Clot, como lugar para difundir la agroecología y la historia de convivencia entre población paya y gitana en este espacio. Una de las iniciativas que habitan en este solar es Cuina de Barri, que ofrece menús saludables para llevar a precios asequibles. Natalia recuerda que algunas vecinas que participaron en los itinerarios y visitas del proyecto, a pesar de ser del barrio, no conocían Cabanyal Horta y les emocionó tanto que se hicieron socias.

En l’Hospitalet de Llobregat, como resultado de la dinamización de la red de apoyo vecinal, se recuperó un sitio muy especial, la Casa de la Reconciliación, un edificio construido por la gente del barrio de Can Serra y actual parroquia, donde se inició el movimiento de la objeción de conciencia en el Estado español. Allí se organiza los martes el espacio de cocina política, «donde releemos de forma crítica diferentes recetas aportadas por las participantes, teniendo en cuenta los costes ecológicos y culturales que llevan implícitas, para hackearlas mientras conversamos y comprendemos el sistema neoliberal y sus consecuencias», cuenta Laia. Y es que el acto de comer, tan esencial y popular, se percibe como algo cotidiano e inofensivo y, además, feminizado, por lo tanto, según la experiencia de Laia y su cooperativa, «se convierte en el espacio ideal para generar lazos entre personas heterogéneas y crear comunidades plurales de aprendizaje y politización».

Una mañana, después de uno de los itinerarios por el barrio, Natalia se fue a almorzar a un bar con el grupo de personas que habían participado. «Una de las mujeres nos preguntó por el origen del proyecto, por el Consejo Alimentario Municipal y cómo podría conseguirse que la actividad se reprodujera en otros barrios, porque le parecía superimportante. Cuando el proyecto acabó y compartimos los resultados con el ayuntamiento, terminó acompañándonos para pedirlo ella misma». Esperemos que las vecinas del Cabanyal puedan convencer pronto a sus amigas de otros barrios para que descubran el patrimonio y tejido comunitario relacionado con la alimentación que hay en sus calles y plazas.

 

Llaurant Sobirania Alimentària a València

Para fortalecer los procesos, las redes y los colectivos de la sociedad civil que trabajan para promover la transición hacia sistemas agroalimentarios basados en la soberanía alimentaria, es fundamental primero identificarlos y visibilizarlos. Es lo que se propuso la Fundación Mundubat en «Llaurant sobirania alimentària a València: enfortir processos, iniciatives i xarxes locals i globals per a contribuir a garantir el dret a l’alimentació», financiado por la Conselleria de Cooperació i Migració de l’Ajuntament de València y el Área de Cooperació Internacional de la Diputació de València. Este proyecto ha facilitado la elaboración de un diagnóstico y de una guía local destinada a la ciudadanía, en la que se puede consultar de manera muy sencilla dónde conseguir alimentos de proximidad (principalmente frutas, hortalizas y productos del mar) con la mínima cantidad de intermediarios posible. Ambos instrumentos pueden ser también una importante herramienta de trabajo para el Consell Alimentari Municipal y para el propio ayuntamiento.

Además, se ha editado un libro de recetas de temporada y proximidad, Cuina de rebost (Caliu, 2021) y ha producido una obra de teatro sobre la alimentación que se presentó en una de las actividades en el Cabanyal.

 

Patricia Dopazo Gallego

Revista SABC

 

Este artículo cuenta con el apoyo de la ONGD Mundubat, en el marco de su proyecto «Llaurant sobirania alimentària a València: enfortir processos, iniciatives i xarxes locals i globals per a contribuir a garantir el dret a l’alimentació», financiado por el Ajuntament de València.

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