Una reflexión a partir del estado de alarma

Maria Lindmäe

Además de su importancia para la economía local, los mercados no sedentarios suponen la utilización del espacio público para una actividad fundamental, como es el abastecimiento de alimentos, y un tejido de relaciones y cuidados que debe visibilizarse.

 

 

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Mercado semanal de Granollers. Foto: Maria Lindmäe

Difícilmente se nos olvidará la fecha del 14 de marzo del 2020. Ese día se declaró el primer estado de alarma que llevó al cierre de muchos establecimientos comerciales, entre ellos, los mercados no sedentarios. Para la mayoría de las personas, la aplicación del Real Decreto 463/2020 significaba tener que esperar en colas más largas para aprovisionarse de papel higiénico y otros productos esenciales, mientras quienes se dedican a la producción de alimentos se enfrentaban a un problema considerablemente más grave: ver cómo su cosecha se echaba a perder sin sus canales de comercialización habituales y sufrir la consecuente pérdida de ingresos, ya inestables de por sí.

Como se documentaba en este medio, en las semanas que siguieron al cierre del país, la mayoría de las administraciones locales interpretaban este decreto de manera excesivamente estricta en cuanto a la gestión de los mercados no sedentarios se refiere, pues aunque se limitaba la libertad de circulación de las personas, se permitía la adquisición de alimentos. Y, del mismo modo, se admitía la apertura de los establecimientos comerciales minoristas de alimentación, adaptando las medidas necesarias para garantizar el abastecimiento y la distribución de alimentos desde su origen hasta los establecimientos de venta al consumidor.

Es evidente, entonces, que hay un claro margen de interpretación del decreto y, en ese sentido, vale la pena cuestionarse por qué los ayuntamientos decidieron suspender los mercados de vendedores minoristas. ¿Por qué vieron más peligro en la venta al aire libre que en las instalaciones cerradas de los supermercados? ¿Puede que la imaginación colectiva aún perciba los mercados como espacios caóticos y difíciles de controlar?

Revisar nuestros prejuicios del mercado callejero

Si la respuesta a la última pregunta fuera afirmativa, no sería algo nuevo. De hecho, la percepción de los mercados como espacios sucios, inseguros e inmorales ha sido común en el transcurso de la historia. En época medieval, la falta de sistemas de refrigeración determinaba la ubicación de los mercados a las afueras de la ciudad, cerca del espacio donde se mataba y se descuartizaba a los animales. De allí la asociación con la imagen anacrónica del mercado imbuido de todo tipo de olores que atraen moscas, acompañados por los gritos de los vendedores y por las superficies sangrientas de las paradas improvisadas. Unos siglos más tarde, en 1826, se describían las Ramblas de Barcelona como un «asqueroso lodazal casi continuo», donde se generaba «el amontonamiento de inmundicias que produce una acumulación excesiva de vendedores en desorden» (Obiols y Ferrer, 2004). Se refería al tramo de las Ramblas donde los payeses vendían sus productos agrícolas sin, aparentemente, cumplir con los nuevos criterios higienistas que se estaban implantando en la ciudad condal. A finales del siglo xix, los mercados seguían percibiéndose como vulgares, hasta tal punto que se tuvo que aprobar una regulación que obligaba a los comerciantes a «utilizar buenas formas y maneras entre ellos, con el público y con los trabajadores municipales» (Guàrdia, Oyon y Fava, 2015: 276). Poco a poco, la venta ambulante en las calles fue desapareciendo al paso que se inauguraban nuevos edificios mercantiles que respondían al anhelo de un comercio más ordenado y cívico.

 
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Mercado semanal de Cerdanyola del Vallès. Foto: Maria Lindmäe

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Mercado semanal de Vic. Foto: Maria Lindmäe

En la actualidad, aunque se ha perdido una parte importante de la venta ambulante, parece que aún persiste la idea de las personas que venden en los mercados como almas libres, desordenadas y negligentes. Se ignora el hecho de que desde siglos atrás, han tenido que seguir las regulaciones impuestas por las administraciones locales para recaudar impuestos y garantizar un orden cívico. Hasta los comerciantes medievales pagaban las tasas que correspondían para tener garantizadas la seguridad y la protección que necesitaban en el mercado y en su trayecto hacia él (Batlle i Gallart, 2004: 11).

Los ayuntamientos actuales no han dejado de condicionar el trabajo de las comerciantes, sino más bien al contrario, la regulación de los mercados sigue la tendencia del creciente control y vigilancia del espacio urbano. Actualmente, cada ayuntamiento estipula la actividad de los mercados no sedentarios a través de ordenanzas municipales que, entre otras cosas, delimitan los horarios de entrada y salida de los comerciantes, el espacio que pueden ocupar, el tipo de artículos que pueden vender, las tasas por ocupar el espacio público, y hasta el color del parasol que deben llevar. Las vendedoras deben avisar a la dirección del mercado si algún día no pueden presentarse, a riesgo de perder su licencia de venta. Se hacen inspecciones periódicas tanto de las paradas del mercado como de los espacios de producción, ya sea la granja, el obrador de pan o las instalaciones de procesamiento lácteo. Cualquier persona que quiera vender sus productos en un mercado debe estar dado de alta de autónomo o como empresa, pagar sus impuestos y, con frecuencia, contratar el servicio de gestoría fiscal.

Espacios seguros de aprendizaje y cuidados

Lo que esta realidad nos viene a decir es que, a pesar de la romántica visión de los mercados como un espacio público bullicioso, los comerciantes se mueven dentro de un contexto extremadamente regulado. Hay pocos motivos para pensar que hacer la compra en un mercado al aire libre puede provocar más contagios virológicos que visitar cualquier supermercado. En este sentido, parece que, a pesar de la aplicación de un marco regulatorio rígido, los ayuntamientos han dudado de la eficiencia de sus propios mecanismos de control. A partir de todo lo anterior, es posible deducir que el cierre de los mercados no sedentarios no se impuso tanto con el objetivo de reducir la movilidad de las personas en el espacio público y en el ámbito interregional, sino porque los gobiernos locales decidieron liberarse del cargo de proveer a la ciudadanía de unos espacios seguros de abastecimiento de alimentos, responsabilizando a los comercios privados en esta tarea.

De la misma manera que persiste la idea de los mercados como espacios incontrolables, se sigue sin valorar lo suficiente la aportación de las productoras en los mercados de proximidad, que muchas veces va más allá de los alimentos. En sus interacciones con la clientela suelen explicar cómo se deben preservar y preparar los alimentos, cuáles son los productos de temporada y cómo es su proceso de cultivo. Además, cabe destacar, especialmente en tiempos de pandemia, que estas personas convierten los mercados en espacios de cuidado y de ayuda mutua. El contacto con gente de confianza se vuelve aún más importante para la población desempleada, mayor y que vive sola, que ve en el mercado semanal una oportunidad de socializar y salir de la rutina diaria.

 
   Más allá de la iniciativa de varias ciudades de usar el actual momento de conmoción para inaugurar carriles bici y zonas peatonales, el cambio de paradigma debería ser más valiente y radical.   
 

Por lo tanto, al suspender los mercados no solo se desestabilizaba el sustento de los pequeños proyectos productivos, sino también todo un microcosmos que permite a las personas relacionarse entre ellas y con la ciudad. Aunque muchas veces invisible, el tejido social que se crea en los mercados —y que se pierde al suspenderlos, al renovarlos o al transformarlos en otro tipo de espacio de consumo— es precisamente lo que mantiene nuestros barrios vivos y seguros.

Tanto más lamentable es la reacción de los gobiernos locales que parecen considerar al vendedor campesino como un mero elemento decorativo que paga unas tasas por su colocación en el espacio público durante determinados días de la semana. Con excepción de algunos programas que promocionan la alimentación de proximidad, la mayoría de los ayuntamientos no parecen entender la importancia de las personas productoras como clave para la transición ecológica. La falta de voluntad para comprender y asumir que cada una de ellas contribuye al cambio de paradigma de consumo —tan necesario en estos momentos de crisis climática— demuestra que no se prioriza esta transformación desde el sector público.

Más allá de la iniciativa de varias ciudades de usar el actual momento de conmoción para inaugurar carriles bici y zonas peatonales, el cambio de paradigma debería ser más valiente y radical. En vez de ceder la función de abastecimiento alimentario —y, por tanto, el poder de decidir qué tipo de productos se comercializan— a las cadenas de supermercados, habría que aprovechar este momento para apoyar a la producción agroecológica y de proximidad, y hacer posible la viabilidad del oficio agroalimentario a pequeña escala. Seguir en el paradigma actual nos encamina a lo que varios urbanistas han denominado la muerte del espacio público, pero también a que, poco a poco, desaparezcan quienes traen vida y conocimiento a las plazas de mercado de nuestras ciudades.

Maria Lindmäe

Geógrafa humana e investigadora del proyecto europeo Moving Marketplaces


REFERENCIAS:

Batlle i Gallart, C. (2004). Fires i mercats. Factors de dinamisme economic i centres de sociabilitat (segles XI a XV). Barcelona: Rafael Dalmau.

Guàrdia, M., Oyon, J. y Fava, N. (2015). «The Barcelona market system» en Guàrdia, M. (ed.) Making cities through market halls: Europe, 19th and 20th centuries. Barcelona: Museu d'Història de Barcelona: 261-296.

Obiols, I. y Ferrer, P. (2004). El Mercado de la Boquería. El pasado y el presente del mercado más emblemático de Barcelona. Barcelona: Salsa Books.

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