Julia Martínez Fernández

A estas alturas nadie duda —salvo los negacionistas— de que los impactos del cambio climático son una realidad y que posiblemente los efectos más drásticos en España se refieren a inundaciones y sequías. Tenemos menos agua que hace décadas y continuará disminuyendo por la reducción de las precipitaciones, el incremento de la torrencialidad de las mismas (que las hace menos aprovechables) y, sobre todo, por el aumento de las temperaturas, que está disparando la evapotranspiración de la vegetación, que incrementa la transferencia directa de agua a la atmósfera y, por tanto, reduce las aportaciones a ríos, embalses y acuíferos.

 

  
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Regadío tradicional del Valle de Ricote (Murcia). Foto: Julia Martínez Fernández

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Regadíos intensivos del Campo de Cartagena (Murcia). Foto: Julia Martínez Fernández

Tenemos una situación enormemente complicada: los mismos factores que reducen las aportaciones son los que, además, aumentan la demanda de los regadíos por el aumento de las temperaturas. Hablamos de unos regadíos que han experimentado una gran expansión e intensificación desde mediados del siglo XX. La demanda hídrica del regadío supone en España en torno al 80 % del agua usada (captada) y más del 90 % del agua consumida. Es uno de los principales factores responsables de que aproximadamente la mitad de las masas de agua superficiales y subterráneas no alcancen el buen estado y de la creciente degradación de los humedales, algunos tan emblemáticos a nivel internacional como Doñana o Daimiel (o el Mar Menor, en este caso por contaminación difusa agraria). También están aumentando las afecciones al abastecimiento humano, tanto por sobreexplotación como por contaminación de las fuentes de agua, especialmente en pequeñas poblaciones y ámbitos rurales.

 
   La demanda hídrica del regadío supone en España en torno al 80 % del agua usada (captada) y más del 90 % del agua consumida.   
 

Seguir como hasta ahora no es una opción, ni siquiera para la propia agricultura, por las dificultades crecientes que encuentran muchos agricultores, enfrentados a situaciones de escasez hídrica y sequías cada vez más frecuentes y prolongadas. ¿Cuáles son las soluciones? Hay dos posibles estrategias: aumentar la oferta de recursos hídricos o reducir las demandas. Con respecto a la primera estrategia, aumentar las captaciones no es una opción, porque tenemos ya unos ríos en mal estado y con unos caudales muy insuficientes, incapaces de mantener los hábitats naturales, la biodiversidad y los numerosos servicios ecosistémicos que nos aportan. Las masas subterráneas no están en mejor situación, con un número creciente de acuíferos sobreexplotados. Algunas voces reclaman más embalses (y en algún caso más trasvases), pero España es uno de los países con un mayor número de grandes presas por habitante y también por kilómetro cuadrado, con una capacidad de embalse que supera con mucho el agua realmente embalsada: no faltan embalses, lo que falta es agua.

Otras voces apuestan por los llamados recursos no convencionales, expresión no del todo correcta y que hace referencia a la desalación marina y a la reutilización de aguas regeneradas. La desalación marina supone efectivamente la generación de nuevos recursos de agua dulce a partir del agua del mar utilizando energía. Si bien la desalación marina puede constituir un complemento —lo está siendo ya— en zonas costeras, presenta limitaciones significativas que impiden considerarla una base para superar la escasez hídrica de forma general. Estas limitaciones son energéticas, especialmente en un escenario 100 % renovable (compiten con otras necesidades energéticas igual o más importantes), económicas (su coste es elevado), geográficas (constituye una opción solo en zonas cercanas al mar y en cotas más o menos bajas, para no disparar los costes de transporte) y de sostenibilidad en general (como toda estrategia de oferta de recursos hídricos, puede inducir el incremento de las demandas).

 
   Con frecuencia la modernización de regadíos no solo no ahorra agua, sino que aumenta su consumo.   
 

En el caso de la reutilización de aguas regeneradas, el problema principal es que no constituye una nueva fuente de recursos hídricos. En efecto, la reutilización de aguas regeneradas se refiere a una reutilización directa de las aguas residuales depuradas, es decir, sin previa devolución a ríos y cauces. Esta visión ignora que dichos recursos ya se venían reutilizando, si bien de forma indirecta, a través del retorno de las aguas residuales urbanas a los caudales de los ríos, siendo objeto de usos posteriores (reutilización indirecta) aguas abajo. Por eso, cuando las aguas depuradas se asignan a un nuevo uso sin una reducción equivalente en las concesiones previas, se priva de dicho recurso a los caudales circulantes del río y a otros usuarios aguas abajo y se incurre en doble contabilidad de una misma agua, aumentando la escasez hídrica. Solo en zonas costeras la reutilización directa tendría cierto sentido, como alternativa al vertido de aguas depuradas a través de emisarios submarinos.

Desde muchos ámbitos se va extendiendo el convencimiento de la inviabilidad de resolver la escasez hídrica creciente por la vía de la oferta de nuevos recursos hídricos, así que la mirada se ha girado hacia la gestión de la demanda. La apuesta es el incremento de la eficiencia de la mano de la tecnología, asumiendo que la superficie actual de regadío se puede mantener —e incluso aumentar— pese a la reducción de recursos hídricos, a base de tecnologías más eficientes. La medida estrella es la modernización de regadíos, sustituyendo el riego por gravedad (con escaso o nulo gasto energético) y por inundación, por riego presurizado (con incremento sustancial del gasto energético para los bombeos) y localizado, sobre todo riego por goteo. Sin embargo, numerosas publicaciones e informes científicos y técnicos, tanto en España como a nivel internacional, demuestran que con frecuencia la modernización de regadíos no solo no ahorra agua, sino que aumenta su consumo. Esta paradoja se explica porque la modernización reduce los retornos de riego, lo que permite intensificar el cultivo a costa de una mayor evapotranspiración, es decir, una mayor transferencia de agua a la atmósfera y, por tanto, de un mayor consumo neto. De hecho, actualmente el riego por gravedad en España está ya casi todo modernizado, existiendo menos de un 20 % de riego por inundación, pero en general eso no ha supuesto ahorros de agua ni reducir las presiones sobre ríos y acuíferos.

 
    Si hay menos agua, toca repartirla. Ni más ni menos.   
 

Necesitamos un enfoque diametralmente diferente. Asumamos que hay menos agua y que no hay fórmulas mágicas que nos permitan eludir una realidad que puede expresarse con sencillez: si hay menos agua, toca repartirla. Ni más ni menos. A corto plazo, necesitamos repartir el agua en situaciones de sequía a través de la reducción de las asignaciones de riego. A largo plazo necesitamos también repartir el agua para adaptarnos a la reducción permanente de las aportaciones a través de una modificación de las concesiones, lo que a su vez obligará a reducir ciertos perímetros de riego y a cambiar algunos cultivos, optando por otros con menores necesidades hídricas.

La pregunta clave es: ¿cómo se debería repartir el agua? Actualmente, en sequía, las dotaciones de riego se reducen en un mismo porcentaje para todas las explotaciones agrícolas, lo que impacta de forma mucho más grave en los pequeños agricultores que en el caso de las grandes empresas agrarias. Tampoco se suele distinguir —con alguna excepción— entre regadíos tradicionales, de mayor valor ambiental y cultural, frente a los regadíos recientes, mucho más intensivos. El resultado es que la escasez hídrica y el cambio climático afectan de forma más grave justamente al tipo de regadío de mayor valor social y ambiental.

 
   Es necesario abordar un reparto social del agua en la agricultura para priorizar a los pequeños agricultores y a los regadíos tradicionales.   
 

Frente a esta situación, es necesario abordar un reparto social del agua en la agricultura y los de mayor valor ambiental frente a los regadíos intensivos. Se trata de un enfoque demandado, entre otras entidades, por la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA) y por la Mesa Social del Agua de Andalucía (MSA), que agrupa a entidades sindicales, agrarias, ambientales, operadores públicos del agua, consumidores y comunidad científica. En respuesta a esta demanda de la MSA, la FNCA ha coordinado el proyecto «Tranagro: Hacia una transición hídrica justa en la agricultura», financiado por European Climate Foundation, en el seno del cual se ha llevado a cabo un proceso de cocreación de indicadores para un reparto social del agua con la participación de académicos, miembros del sector agrario, sindical, ambiental y de gestión del agua. Este proceso de coproducción de conocimiento ha permitido definir un conjunto de nueve indicadores (véase tabla) que recogen criterios sociales, ambientales y de arraigo territorial para un reparto social del agua en la agricultura.

 

Tabla: Indicadores para un reparto social del agua en la agricultura

Criterios de sostenibilidadIndicadoresDefinición/interpretación
Socioeconómica Unidades de trabajo agrícola (UTA) por explotación Mide el trabajo a tiempo completo durante un año en una explotación. Permite comparar y prioriza explotaciones pequeñas y medianas.
Margen neto por explotación Renta familiar, tras costes de producción y mano de obra; prioriza el agua para la agricultura familiar y profesional.
Estabilidad del empleo en la explotación Mide la estabilidad laboral, priorizando modalidades de empleo más estables como autónomos e indefinidos.
Ambiental (uso del agua) UTA / hm³ Indicador de eficiencia del uso del agua en términos de empleo: a más empleo por hm³ más prioridad en el reparto.
Necesidades de riego / evapotranspiración potencial Evalúa la adecuación ambiental y climática de los cultivos, priorizando aquellos adaptados a condiciones locales.
Ambiental (otros aspectos) Tipo de agricultura Prioriza modelos sostenibles (ecológicos, integrados) por sus beneficios para el suelo, ecosistemas y resiliencia hídrica.
Territorial Capacidad productiva del territorio de la explotación Prioriza territorios vulnerables y dependientes de la agricultura, más sensibles a la escasez de agua.
Lugar de empadronamiento del titular de la explotación Evalúa el arraigo del titular en su localidad, donde generalmente empadrona para fomentar el bienestar rural.
Régimen jurídico de la explotación Prioriza a agricultores autónomos y cooperativas, típicamente familiares, frente a sociedades mercantiles y corporaciones agroalimentarias menos arraigadas.

Fuente: FNCA (2025). Propuesta de indicadores que posibilitan un reparto social del agua en la agricultura. Fundación Nueva Cultura del Agua. https://fnca.eu/biblioteca-del-agua/documentos/documentos/Ind-reparto-agua-agricultura-TranAgro.pdf

El reparto social del agua es clave para hacer posible una transición hídrica justa, entendida como la transformación institucional y normativa de la gestión del agua que, ante la escasez hídrica acentuada por el clima, se adapta continuamente y garantiza una asignación equitativa y sostenible de los recursos, satisfaciendo las necesidades humanas, protegiendo los ecosistemas y defendiendo los derechos de las zonas rurales y priorizando al mismo tiempo la agricultura familiar, social y profesional y el bienestar de los trabajadores agrícolas. El trabajo de la MSA y la cocreación de indicadores para un reparto social del agua muestran que la transición hídrica justa en la agricultura no es solo deseable: es posible y es urgente.


Julia Martínez Fernández
Fundación Nueva Cultura del Agua

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