
Ilustración de María del Mar Muriel
El entramado económico que rige la época y el mundo en el que vivimos necesita la violencia para sostenerse. Explotar y acaparar bienes naturales, fuerza de trabajo y vidas no es un proceso natural, necesita forzarse, y para ello se ha ido articulando un sistema complejo y retorcido, con base en las violencias —las explícitas y las menos visibles— y también las que no identificamos por haberlas interiorizado.
Los vínculos entre la industria militar y la alimentaria son conocidos: ambas comparten orígenes, empresas, compuestos químicos (como el fósforo blanco usado por Israel en el genocidio de Gaza) y, especialmente, la estrategia biocida. El sistema alimentario industrial es un excelente ejemplo de violencias encarnadas. Lo vemos en la transformación radical de paisajes por monocultivos, en la expulsión de poblaciones locales, las granjas intensivas con miles de animales hacinados, la contaminación de aire, tierra y agua o las jornaleras y operarios en condiciones de explotación laboral. La más efectiva de todas las armas de guerra sigue siendo el hambre.
Pero recordemos que esta forma de relacionarnos con la tierra y de entender la alimentación es una «excepcionalidad histórica». Ni nos viene de serie, ni siempre ha sido así. Sin embargo, una de las violencias más silenciosas es la que acaba con los vestigios de otras formas de habitar el mundo: con los saberes y las tecnologías populares, las variedades agrícolas locales, las formas de organización, los cuentos y las canciones… El epistemicidio campesino. «Los mexicas dicen que la milpa fue quien enseñó a la humanidad a ser comunidad, a reconocer la vulnerabilidad y que los seres dependemos en extremo unos de otros y, por lo tanto, nos necesitamos». Son palabras de Carmen Aliaga en el texto que abre este número.
Estas páginas, reunidas bajo el título «Campesinado y cultura de paz», quieren visibilizar las formas tradicionales de convivencia y manejo de los conflictos, las del pasado y las que resisten. También las que se han abierto paso de la mano de sociedades campesinas en situaciones de conflicto armado y, especialmente, de la mano de mujeres campesinas, como el caso de Senegal y Euskal Herria, evidenciando la relación que en muchos casos existe entre masculinidad y violencia. «La cultura campesina no es flor de un día, es pensar en el futuro, es sostenibilidad, y eso va indisolublemente ligado a la búsqueda de paz», nos dice Maite Aristegi.
En un artículo reciente publicado en Agroecology Now, el profesor Michel Pimbert se pregunta si las organizaciones, profesionales y activistas de la agroecología y la soberanía alimentaria podemos desempeñar algún papel en la transformación sistémica en favor de la paz. La respuesta es que sí. Confrontar un modelo alimentario violento poniendo en marcha propuestas antagónicas va en esa dirección, pero hay mucho más. ¿Estamos reflexionando lo suficiente para saber y decidir qué más podemos hacer? Deseamos que este número pueda ser fuente de inspiración para que cada quien encuentre su papel en cada lugar, momento y contexto en favor de esa transformación.
Revista SABC
Cultura de paz
La cultura de paz es un conjunto de valores, actitudes y comportamientos que promueven el respeto a la vida, el respeto mutuo y la convivencia entre personas y pueblos. Se fundamenta en principios como la tolerancia, la justicia, la igualdad y los derechos humanos, y busca construir sociedades inclusivas en las que predomine el diálogo.No solo se trata de ausencia de conflictos armados, sino también de la construcción de un entorno donde se garantice el bienestar colectivo, la igualdad, la justicia social y el respeto por el medio ambiente. Por ello, la paz es el resultado de erradicar la violencia física, superar la violencia estructural y sustituir la cultura de violencia. La cultura de paz implica un compromiso activo con la prevención de la violencia en todas sus formas, ya sea física, psicológica, estructural o cultural. Fomenta la empatía, la cooperación y la solidaridad, incentivando a las personas a reconocer la diversidad (étnica, religiosa, de género, de orientación sexual, etc.) como una riqueza y a rechazar las diversas formas de discriminación y opresión.
La promoción de una cultura de paz requiere de la participación activa de todos los sectores de la sociedad: ciudadanía, organizaciones sociales, instituciones educativas, medios de comunicación, empresas, gobiernos y organismos internacionales.
Hoy, en un mundo marcado por el menosprecio a la vida humana —caracterizado por múltiples guerras, violencias e injusticias—, la cultura de paz es una propuesta esencial, radical y urgente para asegurar un futuro justo, seguro, sostenible y en paz para toda la humanidad.
Jordi Armadans
Politólogo, periodista y activista por la paz