Jerónimo Aguado Martínez

Campesina cuidando su parcela. Foto: INEA
«A partir de ahora, la mayor hazaña, la más bella, que tendrá que llevar a cabo la humanidad será la de responder a sus necesidades vitales con los medios más simples y sanos. Cultivar un huerto o entregarse a cualquier actividad creadora de autonomía será considerado un acto político, un acto de legítima resistencia a la dependencia y la esclavitud del ser humano».
Hacia la sobriedad feliz. Pierre Rabhi
En el extrarradio de la ciudad de Valladolid se ubica el INEA, una escuela de formación agrícola y agroambiental para futuros jóvenes agrónomos. Entre los recursos disponibles para el buen desarrollo de su actividad docente, se encuentra una de sus fincas, subdividida en más de cuatrocientas parcelas gestionadas por personas mayores de la ciudad que no forman parte del alumnado, pero sí de un cometido que enriquece la razón de ser de esta escuela: la creación de pequeños huertos para el autoconsumo familiar de hortalizas.
Conocer esta experiencia me resultó muy enriquecedor, al contemplar como decenas de personas interactuaban en un diminuto trozo de tierra —150 m2 por parcela— para hacerla fructificar, aplicando tantos métodos agronómicos para su desenvolvimiento como personas cuidadoras había: ecológicos, biodinámicos, permacultura, bancales; pero la mayoría, seguidores y seguidoras de las prácticas agrícolas que hacían sus abuelas y abuelos.
El hecho de producir la propia comida era un acto inmensamente creativo.
El nexo común de todas ellas era conseguir un alimento sano, nutritivo y ecológico; al no poder utilizar, según sus normas de organización interna, sustancias que contaminen el agua, la tierra o los alimentos. En este enjambre de microparcelas pude corroborar como el hecho de producir la propia comida era un acto inmensamente creativo, cargado de libertad y de autonomía personal. Eso sí, para el uso común, disponían del sistema de riego, la maquinaría que facilitaba las actividades agroecológicas más duras y una tienda que les proveía de algunos inputs necesarios para una buena gestión del huerto: pequeñas herramientas, semillas, semilleros, compost, etc.
Los micromodelos de gestión que pudimos observar en esta iniciativa no eran perfectos, pero el desarrollo de este proyecto se asemejaba a los que no hace tantos años permitieron vivir al campesinado de nuestros pueblos, centrados en hacer operativo el equilibrio del acto de producir de manera autónoma, unido al necesario comunitarismo para abordar los problemas que son difíciles de resolver de manera individual: la gestión del agua, la construcción y el mantenimiento de caminos, almacenes comunitarios, hornos para hacer el pan, etc. Es más, sin preguntar a cada una de las personas que gestionaban estos huertos urbanos, intuía que las allí congregadas tenían raíces y artes campesinas, y que eran hijos e hijas de la emigración que vació nuestros campos y pueblos para impulsar el industrialismo concentrado en las grandes urbes.
Falsos mitos
Los huertos urbanos de INEA me han servido para poder complementar de manera más objetiva mi percepción de las formas de organización social del campesinado en sociedades no muy lejanas a las nuestras, una visión personal muy diferente a los postulados defendidos durante décadas por algunos segmentos de la sociología rural, cargados de pronunciados ideológicos para referirse al campesinado como un sector de población desclasado e individualista y un lastre para la sociedad.
La vocación profunda del campesinado de conservar sus ecosistemas fue traducida e instrumentalizada por la derecha política.
Desde mi percepción como campesino, el debate ideológico sobre la figura del campesinado ha estado repleto de muchos análisis incorrectos. De entre ellos, quisiera reflexionar sobre dos aspectos históricamente malinterpretados y que han ayudado a tergiversar la razón de ser de las sociedades campesinas: el latente espíritu conservacionista campesino asimilado con el conservadurismo y la autonomía personal confundida como el individualismo.
La vocación profunda del campesinado de conservar sus ecosistemas como base fundamental de su subsistencia fue traducida e instrumentalizada por la derecha política para poner de su lado a un segmento importante de la población, que por el hecho de ser pequeños propietarios o arrendatarios de la de tierra que les permitía vivir, debían identificarse con el conservadurismo rancio, o la derecha política, como así sucedió. Pero también hay que decir que crear y recrear sistemas de manejo agroecológico requiere de una libertad profunda por parte del labrador y labradora de la tierra, cuestión que malinterpretó cierta izquierda, al confundir la autonomía como un acto campesino puramente individualista.
Tratar al campesinado de individualista por el hecho de anhelar su autonomía como personas y comunidad está muy lejos de lo que acontecía en la vida y esencia de sus pueblos. Es más, podría decirse que el proceso de expulsión del campesinado —etnocidio rural— de sus territorios para conducirlo hacia el camino de la proletarización llenó las ciudades fabriles de muchas trazas de comunitarismo , las que sirvieron de base para organizarse en los extrarradios marginales de las ciudades y defenderse de las condiciones de vida indignas a las que fueron sometidas nuestras gentes.
El campesinado y la desmercantilización
Claro está que las formas de vida y de relacionarse con la tierra de nuestros antepasados no muy lejanos no eran aptas para el desarrollo del capitalismo, que solo contempla al sector primario como un potencial recurso especulativo para grandes negocios bajo las dinámicas de un mercado desregulado, fuera de control de las políticas públicas, y que abre el camino al fenómeno de privatización y al acaparamiento de los recursos naturales en manos del agronegocio y grandes fondos de inversión; no sin antes haber declarado la guerra al cuidado de la tierra y su rica diversidad de paisajes, territorios y ecosistemas.
El Estado no estuvo lejos de estos propósitos de aniquilación de la vida rural y campesina, de modo que intervino las producciones durante la dictadura para disponer de un mínimo de seguridad alimentaria, pero matando de hambre a quienes producían los alimentos. Más tarde, con democracia parlamentaria y apuntados al proyecto de la UE, sus políticas —la PAC— fueron la clave para la modernización de la agricultura y su introducción en las dinámicas del libre mercado, lo que redujo la población activa del sector primario a la mínima expresión.
El proceso de expulsión del campesinado de sus territorios llenó las ciudades fabriles de comunitarismo.
A día de hoy, a pesar de tanta carga negativa que se puso sobre el campesinado, sigo creyendo que el futuro del derecho a una alimentación pasa por el mantenimiento de diversidad de modelos de manejo agroecológicos, gestionados en pequeñas unidades productivas, con la audacia y la con-ciencia de manos campesinas y el apoyo de tecnologías no dependientes del lucro y con bajo impacto energético. En estos modelos se cuida la tierra para producir alimentos sanos y nutritivos, generando vida, trabajo —que no empleo—, el ser humano vive más cerca de donde se produce la comida y se crea una comunidad implicada en la propuesta política de la soberanía alimentaria, pues sin el apoyo de las personas cercanas se hace inviable la propuesta.
Recampesinizar la sociedad no es una quimera, es una utopía necesaria como el pan nuestro de cada día.
¡Tierra y libertad! Este es el sueño de quienes creemos que ser campesino y campesina es hermoso.
Jerónimo Aguado Martínez