Mercè Renom Pulit

Mercado de Santa Caterina, en el barrio de Sant Pere (Barcelona), en la actualidad. Foto: Mercè Renom
La ciudad de Barcelona cuenta hoy con 41 mercados alimentarios municipales. Además, el Ayuntamiento de Barcelona, propietario de estos mercados, es accionista mayoritario de Mercabarna, la gran infraestructura de distribución mayorista de alimentos. Estos bienes públicos podrían ser la base de políticas de carácter social en materia de alimentación de la ciudadanía, una necesidad tan básica como la salud o la enseñanza.
Pocas ciudades disponen de unas infraestructuras alimentarias públicas como las que tiene Barcelona. Y es precisamente esta propiedad la que permitiría desarrollar políticas de gestión e intervención en el mercado alimentario que fueran más allá de las que ya existentes, focalizadas en los comedores escolares, en la calidad, estacionalidad y proximidad de los alimentos, en la prevención del desperdicio o en la promoción de los cambios culturales. En cambio, podrían ser innovadoras en marcos como el del Pacto de Política Alimentaria de Milán (firmado por la ciudad en 2015) o como el proceso de elaboración de la Estrategia de Alimentación Saludable y Sostenible Barcelona 2030.
Como refuerzo de estas reflexiones, trataré dos aspectos que explican el proceso histórico que ha llevado a Barcelona a esta situación y su potencialidad: 1) una breve explicación histórica de cómo las ciudades se dotaron de instalaciones y de derechos para llevar a cabo políticas de abastecimiento alimentario, un proceso que duró unos quinientos años, hasta la instauración del mercado libre capitalista en el siglo xix, sistema vigente en los últimos doscientos años, que es el que nosotros conocemos y consideramos inamovible; y 2) El relato de la transformación de los mercados en los últimos cien años.
Cinco siglos de gestión municipal del abastecimiento alimentario
Nos remontamos al siglo xii, momento en que empezaron a formarse núcleos urbanos de cierta dimensión en toda Europa occidental. Antes, con la crisis del Imperio romano en el siglo iii, se produjo una fragmentación territorial y política, y una cierta ruralización. Este proceso dio paso a lo que se ha conocido como época feudal.
Así, cuando algunos núcleos urbanos empezaron a crecer, reclamaron personalidad jurídica y derechos políticos. La ciudad de Barcelona pudo gobernarse a partir de 1249, al ser reconocido el Consell de Cent, la institución municipal, formada por cien ciudadanos. A partir de entonces, la ciudad fue adquiriendo otros derechos que le permitieron garantizar el abastecimiento alimentario y la sostenibilidad urbana. Las ciudades europeas, por compra o a cambio de servicios, rescataron ciertos derechos y algunas instalaciones básicas —como hornos, panaderías, carnicerías, tiendas, corrales, hostales, etc.— que hasta entonces eran monopolios de señores laicos o eclesiásticos (monarcas, monasterios y obispados). Aquellas instalaciones dejaron de ser monopolios señoriales para convertirse en bienes municipales.
La sostenibilidad urbana y la eficacia de los gobiernos locales exigían poner freno a los intereses individuales y priorizar los colectivos.
Estos derechos y estas instalaciones dotaron a las ciudades de importantes bienes colectivos y permitieron a los gobiernos urbanos desplegar políticas de provisión alimentaria. Aunque existían ciertas limitaciones y conflictos con algún remanente de derechos señoriales, el principal control lo ejercía la comunidad, que había sufragado las compras y asumido los servicios que permitieron el rescate. Los vecinos exigían un «buen gobierno» de la ciudad y unos «precios justos» para los alimentos.
Durante un tiempo, el Consell de Cent tuvo conflictos con los virreyes, que conservaban ciertos derechos y podían imponer tasas sobre las exportaciones. En ocasiones, habían autorizado exportaciones de trigo incluso cuando escaseaba en la ciudad. A principios del siglo xvi, el gobierno de Barcelona logró mayores atribuciones y pudo frenar las ambiciones del virrey y evitar las exportaciones de trigo en momentos de carestía. Así, el Consell de Cent actuaba como un agente más en este sector y regulaba otras transacciones económicas alimentarias con una gran autonomía.
La sostenibilidad urbana y la eficacia de los gobiernos locales exigían poner freno a los intereses individuales y priorizar los colectivos. Fue un sistema que el historiador británico E. P. Thompson denominó «economía moral».
En Barcelona no faltaba el trigo
La mayoría de las infraestructuras alimentarias municipales estaban destinadas al abastecimiento de trigo, el alimento básico en esa área. Barcelona logró el monopolio de las importaciones de cereales. Gracias a ello, los gobiernos subvencionaban expediciones para la compra de trigo —que llegaba mayoritariamente por mar—, protegían las embarcaciones, enviaban agentes al territorio para conocer el estado de las cosechas y los precios, hacían compras y las almacenaban para ponerlas en venta en momentos de carestía y de elevación de precios.
Podían inspeccionar almacenes de posibles acaparadores y requisar sus mercancías e incluso, si había escasez, podían retener los barcos que transportaban trigo por la costa y obligarlos a venderlo a la ciudad, en virtud del privilegio vi vel gratia de 1329, todavía vigente en el siglo xvii. Eran políticas alimentarias en pro del «bien común». Si estas fallaban, el vecindario gritaba «via fora fam» (fuera el hambre), y, si el gobierno no rectificaba, la población se amotinaba y prendía fuego a algunos espacios de abastecimiento. Era imprescindible el «buen gobierno» de los bienes de la ciudad para mantener la paz social.
La llegada del liberalismo económico
Este sistema de monopolios municipales, vigente en todas las villas y ciudades europeas desde finales de la Edad Media, entró en crisis a partir del siglo xviii, cuando empezaron las presiones del liberalismo económico y del mercado libre capitalista. Los principios liberales priorizaban los intereses individuales. Para introducirse, el liberalismo económico desacreditó las anteriores formas de gestión y, de manera especial, los monopolios municipales, sin discernir que hasta entonces aquellos monopolios habían actuado en beneficio de la colectividad y no en el de los intereses de particulares, como los que se formaron después.
La transición se dio en paralelo a la construcción de los Estados modernos, que centralizaron las decisiones políticas y las alejaron del territorio. Las constituciones reconocieron derechos políticos a los ciudadanos (en España, a partir de 1812, con sufragios reservados a las élites; en 1890, con el sufragio masculino; y, mucho más tarde, a partir de la Constitución de 1931, con derecho de voto para las mujeres), pero durante décadas se reprimió la movilización social. Con la desamortización de 1855, los municipios perdieron los bienes municipales (hornos, panaderías, carnicerías…), cuya venta revirtió sobre todo en reducir la deuda del Estado, como ya había ocurrido en los anteriores procesos de desamortización de bienes eclesiásticos.
En el siglo xix Barcelona ya era una ciudad industrial. Si faltaba pan, los vecinos ya no reclamaban «pan barato», como aún ocurría en otras ciudades españolas, sino «pan y trabajo», porque entonces los salarios empezaron a ser más significativos para el nivel de vida que los precios. Los gobiernos de la ciudad intentaron paliar las crisis y el paro obrero con una política de obra pública que tuvo el apoyo de la propia burguesía industrial —interesada en mantener mano de obra en reserva— y de la burguesía implicada en la expansión urbana. Entre estas actuaciones, se inició la construcción de los primeros mercados modernos, siguiendo el modelo de las grandes ciudades europeas. Los dos primeros, en la década de 1840, fueron el de la Boqueria (Sant Josep) y el de Santa Caterina, ambos situados en terrenos de conventos incendiados en el motín de 1835. En las décadas de 1870 y 1880, se construyeron los mercados del Born, Sant Antoni, la Barceloneta y la Concepción. A principios del siglo xx, Barcelona ya contaba con una docena de mercados municipales, al sumar los de los municipios agregados en 1897.
Los mercados del siglo xx: crecimiento, crisis y revalorización
En el primer tercio del siglo xx se construyeron nuevos mercados municipales y otros más aún durante el franquismo, que priorizó garantizar la alimentación de la mano de obra que llegaba a los barrios infradotados de Barcelona mientras les negaba escuelas y centros de salud.
Con la recuperación de la democracia municipal en 1979, el Ayuntamiento de Barcelona heredó una cuarentena de mercados en estado deplorable. Entretanto, muchas ciudades europeas se habían deshecho de los suyos para dar paso a supermercados e hipermercados. Era perceptible que, con su abolición, los barrios habían perdido identidad y espacios de relación vecinal. Además, se había debilitado la actividad comercial que se generaba a su alrededor.
Al dejar su gestión a la libre competencia, unos mercados languidecen y otros se rinden al turismo.
Mantener los mercados municipales de Barcelona y apostar por su remodelación fue una decisión de gran trascendencia, que ha supuesto el mantenimiento de unos bienes colectivos a los que hay que sumar su capacidad de decisión en Mercabarna. No pueden gestionarse con los criterios de los gobiernos de las ciudades preliberales, porque el contexto económico es diferente, pero constituyen una base muy valiosa para actuar en favor de la colectividad. La gestión, ahora orientada al beneficio económico (aunque sea el de la hacienda municipal), podría dirigirse al beneficio social, en pro de la sostenibilidad y del bien comunitario.
Con criterios políticos, se podrían rebajar las adjudicaciones de las paradas de los mercados a cambio de pedir condiciones de sostenibilidad y precios asequibles; se podrían favorecer determinados sectores o determinadas formas de producción; se podrían reservar espacios para determinados colectivos… Entretanto, al dejar su gestión a la libre competencia, unos mercados languidecen y otros se rinden al turismo.
Es imprescindible tomar conciencia del valor de estos bienes colectivos de la ciudad y de su potencial como instrumentos de políticas alimentarias. Es una conciencia que deben tomar tanto las organizaciones políticas y sociales como el vecindario.