Gadea Claver

Ecomercado de La Ilustración (Universidad Pablo de Olavide, Sevilla). Foto: Purificación Murillo Vasco
El artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) establece que todas las personas tienen derecho a una alimentación adecuada. Este derecho no solo implica tener comida en el plato, sino también contar con los medios adecuados para obtenerla. Dicho de otro modo, el derecho a la alimentación no puede desligarse del derecho a disponer de los medios para producir alimentos. ¿Cómo pensamos esto en el presente?
En 1948 se redacta la versión final de la Declaración Universal de los Derechos Humanos un, proyecto en el que participaron más de cincuenta Estados miembros. Este proceso tuvo lugar durante el período de posguerra tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se constituyó la Organización de las Naciones Unidas, que impulsó y amparó la elaboración del documento. El fin último de esta declaración era «mantener la paz y la seguridad internacionales, brindar asistencia humanitaria a quienes la necesitan, proteger los derechos humanos y defender el derecho internacional» .
Son muchas las pensadoras que problematizan la retórica de esta declaración, así como el paradigma ideológico en el que nace. En el caso concreto del derecho a la alimentación, cabe preguntarse: ¿a qué tipo de alimentos nos referimos? y ¿cómo se producen?
Los ecofeminismos y los movimientos anticoloniales inciden en que ciertas categorías abstractas, como humanidad o ciudadanía, alimentan un discurso que invisibiliza las opresiones concretas que se viven de forma estructural por cuestión de clase, género o raza. Si bien acabar con estas relaciones de poder es el horizonte de miras, evidenciar estas desigualdades es el primer paso para empezar a construir.
Algunas de las pensadoras tratan de arrojar luz sobre las relaciones de interdependencia que parecen ausentes en el relato que enfatiza la consecución individual de determinados derechos. ¿Qué significa alimentarse bien? ¿Es «la suma de individuos» la manera en que se mide la consecución del derecho a la alimentación en un territorio determinado? ¿A costa de qué y de quiénes?
Una triple negación
Si hablamos del derecho a una alimentación digna y de calidad, no podemos quedarnos únicamente en el hecho de acceder o no a ella, especialmente en un mundo globalizado y con un modelo de producción con fuertes dependencias internacionales. Si tomamos en cuenta aquellas regiones donde ese «derecho a la alimentación» está más cubierto —medido exclusivamente por la calidad de la dieta y los nutrientes obtenidos por la suma de sus individuos—, cabría preguntarse también cómo se ha producido y qué desigualdades genera su producción en los territorios implicados. Medir solo el resultado, esto es, el acceso a determinados alimentos por parte de unas personas frente a otras, puede llevarnos a pasar por alto algunas cuestiones, por ejemplo: que actualmente podríamos producir alimentos para toda la humanidad, controlar de manera sofisticada adversidades que en el pasado provocaban grandes hambrunas —como determinados fenómenos climáticos— y que, pese a esa abundancia, siguen existiendo altos niveles de escasez alimentaria y desnutrición en distintas partes del mundo, así como consecuencias climáticas catastróficas.
La ecofeminista Yayo Herrero establece que los valores de la cultura neoliberal se construyen a partir de una triple negación: la negación de relación de interdependencia con la naturaleza, vista únicamente como fuente ilimitada de recursos; la negación de la relación de dependencia con otras humanas que posibilitan mantener una vida; y, por último, la negación de que somos cuerpo y sin él nuestra vida tampoco puede sostenerse. En el contexto actual, fruto de un aumento exponencial de la interdependencia socioeconómica globalizada y la concentración de la producción en pocas manos, cobra más relevancia la premisa que Yayo plantea. Es ahora, sin embargo, cuando en los países comúnmente denominados del norte global se hacen más evidentes los efectos de este desarrollo globalizado. Podemos verlo claramente en las consecuencias climáticas, fruto de una producción ecocida que comienza a manifestar los primeros efectos negativos que en un futuro podrían ser irreversibles. Un ejemplo de ello son los datos preocupantes sobre el papel que juega la agricultura de monocultivos a escala mundial en la pérdida de biodiversidad funcional.
Por su parte, Marta Rivera-Ferre señala en la revista Mètode (2023) que, a pesar de poder alimentarnos de más de 7000 especies de plantas, solo tres cultivos —arroz, trigo y maíz— representan el 60 % de las calorías y el 56 % de las proteínas que obtenemos de las plantas. Además, el impacto climático es tal que, en porcentajes, el sistema alimentario en su conjunto genera un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero. Estas consecuencias ecosociales se manifiestan, aunque de manera desigual, en todo el globo, y el norte global no queda exento de sus efectos, cuyas posibles soluciones solo pueden ser colectivas. Esta dependencia global se muestra en un sistema de producción alimentaria global estructuralmente basado en desigualdades entre territorios y clases. Entre otros aspectos, en la diferencia entre marcos legislativos, que favorece que las condiciones laborales de los trabajadores sean más precarias en los territorios de origen de los alimentos que las de los trabajadores de los países a donde se exportan, lo que permite extraer mayor beneficio. De esta manera, pareciera que el derecho a la alimentación en los territorios con mayor PIB se mantiene a costa del detrimento de los derechos en otros.
En un mundo cada vez más globalizado e interdependiente, en el que el sistema capitalista ha conquistado la producción mundial, pensar los derechos humanos como una consecución progresiva de la suma de individuos es cada vez más complejo. Por supuesto, muchas son las iniciativas de base que se ponen en marcha para subvertir esta desigualdad estructural en el ámbito alimentario. La agroecología transformadora, los grupos de consumo o los supermercados cooperativos demuestran que otros modelos de producción, organización y consumo son posibles. Sin embargo, el verdadero escalamiento solo puede producirse de forma colectiva, cuando el derecho a la alimentación, entendido en su más amplia consecución, llegue a todas las personas del planeta y esté plenamente desmercantilizado.
Un derecho a la alimentación que solo pueda entenderse como un objetivo internacional ha de tener en cuenta, de la misma manera, los deberes urgentes con lo que hemos denominado «naturaleza.
Las miradas antropocéntricas
Sin embargo, las consecuencias de nuestro modo de producción globalizado nos sitúan ante una encrucijada especialmente alarmante: la crisis climática. Actualmente asistimos a una degradación ambiental cuyas repercusiones exigen un abordaje urgente para garantizar la supervivencia. Un derecho a la alimentación que solo pueda entenderse como un objetivo internacional ha de tener en cuenta, de la misma manera, los deberes urgentes con lo que hemos denominado «naturaleza». Las consecuencias globales del cambio climático nos obligan a pensar en soluciones colectivas: no bastan las respuestas individuales ni las recetas antropocéntricas. Solo mediante una acción coordinada y poniendo en común la sensibilidad, el conocimiento y la teoría que nos permite conocer las causas y las posibles soluciones de esta crisis, podremos hacerle frente.
Para ello es fundamental, como dicen las compañeras ecofeministas, visibilizar la práctica ecocida de nuestro modelo de producción, que se apropia de la tierra y explota sus recursos de forma ilimitada, muchas veces sin posibilidad de regenerarlos. Tomar conciencia de esta realidad no debe conducir a un mayor cuidado de la tierra con el único fin de perpetuar el ciclo de explotación ilimitada, sino a detener esa dinámica caníbal y a situar a una misma altura el derecho a la vida de nuestra especie junto con el resto de las especies de la tierra.
Esta práctica y filosofía de la interdependencia y ecodependencia no es nueva, sino que se enriquece de la tradición epistemológica que reivindican desde hace décadas los movimientos indígenas. Así lo recoge, por ejemplo, Aimé Tapia González en su libro Mujeres indígenas en defensa de la tierra (2018), donde estudia «la relevancia de las mujeres indígenas como productoras de epistemología y ética en el contexto de la globalización neoliberal».
En conclusión, los derechos humanos deben repensarse cada vez más allá de su medición individual en un sistema globalizado, entendiendo que la verdadera soberanía alimentaria solo es posible si es universal; es decir, si se transforma el sistema global que reproduce desigualdades de clase, género y raza, y se garantiza una alimentación global sin opresión.
De la misma forma, especialmente ante la acuciante crisis climática, el concepto de «derechos» no se sostiene, puesto que la relación de reciprocidad, tanto social como con el medio natural, ha de cambiar radicalmente. Concretamente, necesitamos más que nunca volver a adaptarnos y ser parte de los ciclos biofísicos planetarios con nuestra producción, lo que requiere orientar nuestra actividad hacia ese objetivo prioritario. Sin duda, es fundamental aprender de epistemologías pasadas y presentes —como las de muchos pueblos originarios o nuestras formas de vida comunales y campesinas—, que nos enseñan otras formas de relacionarnos situando en el centro la ecodependencia como base desde la que volver a construir.
Gadea Claver
Antropóloga social y cultural, investigadora en escalamiento agroecológico y socia del supermercado cooperativo La Osa