Marta Soler Montiel

53 PalabraCampo Sara Cazorla

Campesinos de Extremadura. Un comité de campesinos que saludan con el puño a los milicianos que salen para unirse a las fuerzas de Madrid. Foto: David Seymour, 1936. CC BY-SA 4.0

Ante la crisis ecosocial que vivimos, necesitamos impulsar transiciones agroecológicas campesinas, feministas y decoloniales, construidas desde la diversidad de los territorios. Para ello precisamos diseñar colectivamente estrategias que combinen múltiples herramientas de cambio desde las políticas públicas a lo más personal y doméstico. La renta básica es una de esas herramientas, aunque pocas veces la hemos considerado específicamente en el ámbito agroalimentario.

 

 

De entre las distintas propuestas existentes, la renta básica universal es la más inclusiva y se formula como el derecho de toda persona a recibir de forma incondicional una cantidad periódica de dinero para cubrir sus necesidades vitales fundamentales. Se propone como una herramienta para conseguir más libertad individual respecto al mercado, sobre todo el laboral. No es poco, dados los niveles insoportables de violencia económica y privación de lo necesario para la vida que padecen tantas personas en el planeta.

Si aplicamos una fórmula similar para el campo (renta agraria), se abren muchos interrogantes: ¿cómo afectaría una renta básica al mundo agrario y alimentario?, ¿es la renta básica una herramienta útil para las transiciones agroecológicas para la soberanía alimentaria? ¿Renta agraria y alimentaria para quién, para qué y cómo? Acá nos proponemos[1] compartir algunas reflexiones, sobre todo abriendo interrogantes, como parte de un debate que construya respuestas colectivas.

Renta agraria y renta alimentaria para la soberanía alimentaria

En el mundo agroalimentario la renta básica implicaría que quienes están en el campo tuvieran una garantía de ingresos mínimos que les otorgara libertad en su forma de trabajar cultivando, criando animales y produciendo alimentos. El objetivo, desde la perspectiva de la soberanía alimentaria no sería buscar la libertad para no producir (ya que la renta básica permite a las personas abandonar el mercado laboral), sino la libertad para cultivar de forma agroecológica escapando a las exigencias de los mercados globales y rompiendo las desigualdades de clase, género y etnicidad.

Esta renta agraria, como herramienta de un proceso, podría acompañarse de una renta alimentaria para garantizar que el conjunto de la sociedad disponga de ingresos suficientes para adquirir alimentos en el mercado. Desde la perspectiva de la soberanía alimentaria, no sería cualquier tipo de alimentos en cualquier mercado, ya que el objetivo es un cambio en las dietas para que sean más locales, de temporada y agroecológicas. Esto implica rehabitar las cocinas rompiendo la división sexual del trabajo, además de cambios en los canales de comercialización articulados con agriculturas y ganaderías campesinas.

Tengamos en cuenta que marcar objetivos agroecológicos y de soberanía alimentaria choca con la premisa de incondicionalidad de la renta básica universal, ya que busca vincular un derecho individual de ingresos a un proyecto colectivo de cambio de los sistemas agroalimentarios. ¿Es esto posible? ¿Cómo hacerlo sin caer en dinámicas coactivas?

La PAC y el subsidio agrario: lejos de la renta básica para la soberanía alimentaria

En nuestro sector agrario se aplican en la actualidad dos políticas públicas que tienen como objetivo garantizar ingresos mínimos a quienes trabajan la tierra: la Política Agraria Común (PAC) y el subsidio agrario de Andalucía y Extremadura. Ambas están lejos de aportar una renta básica incondicional, pero nos aportan reflexiones que pueden servir para el debate.

 
   El dinero de la PAC está poco tiempo en manos de quien trabaja la tierra y pasa con rapidez a las empresas que les venden insumos.  
 

Las ayudas directas de la PAC a titulares de fincas agrarias activas se distribuyen de forma muy desigual y se concentran en manos de las grandes propiedades al estar basadas en el número de hectáreas de las explotaciones. También se concentran en manos de los hombres, ya que el sector agrario está muy masculinizado y se da una mayor emigración rural femenina y de personas LGTBIQ+ debido a las dificultades para desarrollar proyectos vitales propios y autónomos. Aunque muchas mujeres y personas LGTBIQ+ sean protagonistas no siempre reconocidas de las transiciones agroecológicas para la soberanía alimentaria. Se abren más interrogantes: con una renta básica, ¿tendrían estas personas más presencia en el sector o se retirarían de la actividad?, ¿cómo garantizar el apoyo a quienes cultivan y crían animales con prácticas agroecológicas y organizaciones socioeconómicas comunitarias campesinas feministas, en especial a mujeres, personas LGTBIQ+ y migrantes?

En el actual modelo de agricultura intensiva, el dinero de la PAC está poco tiempo en manos de quien trabaja la tierra y pasa con rapidez a las empresas que les venden insumos industriales como fertilizantes inorgánicos, herbicidas, plaguicidas, pesticidas, semillas, piensos compuestos, maquinarias, herramientas, productos veterinarios, etc.  Este dinero contribuye así a garantizar el abastecimiento barato de materias primas agrarias a las industrias y distribuidoras alimentarias, pero en detrimento de la renta de quien trabaja la tierra, que sigue percibiendo bajos precios, lo que incentiva una búsqueda continua de altos rendimientos reduciendo costes, sobre todo laborales. Esto nos plantea más preguntas: ¿renta agraria básica para qué?, ¿cómo conseguir que la renta agraria básica se destine a mejorar la vida de la gente del campo que protagoniza las transiciones agroecológicas que necesitamos?

El subsidio agrario de Andalucía y Extremadura aporta unos ingresos mínimos vitales a una parte de la población rural, aunque no sea este su objetivo político prioritario, que responde sobre todo a los intereses de las empresas agrarias. Sin embargo, no hay evidencias de que estas rentas estén contribuyendo a la soberanía alimentaria en estos territorios. En la actualidad, también en el mundo rural, sobre todo en zonas latifundistas, el acceso a los alimentos tiene lugar mayoritariamente en supermercados pertenecientes a empresas insertas en cadenas globales. Dar dinero a los consumidores no garantiza salir de los supermercados, comprar en mercados agroecológicos locales, avanzar hacia dietas menos cárnicas basadas en alimentos frescos de temporada o compartir las responsabilidades de género en las cocinas que consoliden las transiciones agroecológicas y la soberanía alimentaria.

La renta básica y el derecho al sustento

En el capitalismo, se vulnera constantemente el derecho al sustento, como ponen de manifiesto las estadísticas de hambre, la malnutrición y la cantidad de gente sin techo o habitando infraviviendas. Esta permanente amenaza implica una coacción constante para plegarse a las dinámicas del trabajo asalariado y, por tanto, de los mercados. La economía capitalista privatiza los comunales históricos como la tierra, los bosques, el agua, las semillas, los conocimientos, el espacio público y colectivo… y destruye la autonomía comunitaria del sustento, lo que obliga al trabajo asalariado individualizado y a depender de los mercados. En la medida en que los recursos están privatizados, existe una dependencia de los mercados, ya que lo necesario para la vida se obtiene con dinero. Sin embargo, las posibilidades de participar en los mercados y obtener lo necesario no son iguales para todas, sino que están a favor del sujeto privilegiado del capitalismo patriarcal, que es el varón blanco burgués adulto, heterosexual y urbano.

 
   El fin último de la renta básica es el derecho al sustento, entendido como lo necesario para la vida, la buena vida, de la que la soberanía alimentaria constituye una parte fundamental.  
 

 No aspiramos a sobrevivir o malvivir, reivindicamos el derecho al disfrute de la vida. Merece la pena preguntarnos si podríamos garantizar el derecho al sustento ganando autonomía del mercado, desmercantilizando nuestras vidas y avanzando hacia un cambio en las formas de organizar el aprovisionamiento de lo necesario.

 

En el actual contexto, nos cuesta trabajo imaginar el derecho al sustento al margen de los mercados capitalistas. Sin embargo, estos mercados no son universales ni en el tiempo ni en el espacio y no solo han existido y existen otros tipos de mercados sociales y solidarios, sino también otras formas de organización social colectiva para proveernos de lo necesario al margen de los mercados capitalistas. Históricamente y aún en la actualidad, en algunos territorios donde perviven, la economía de las comunidades campesinas garantiza el derecho al sustento de manera más eficaz que la economía capitalista de mercado sustentándose en los comunales. La economía campesina se basa en el hacer artesanal y los conocimientos para manejar la biodiversidad, en el derecho a apropiarse solo de los frutos del trabajo propio en la tierra y en la garantía del derecho al sustento a través de los comunales. Estas prácticas generan mucha menos desigualdad que las sociedades capitalistas actuales. En las economías campesinas, históricamente, no ha habido igualdad de ingresos. Esta desigualdad es el resultado de diferencias materiales, como el acceso a la tierra, o sociales, como las habilidades o el tiempo dedicado al trabajo. Sin embargo, sí ha habido garantía del derecho al sustento como fin social colectivamente asumido.

El subsidio agrario

En Andalucía y Extremadura, donde se concentran los principales latifundios del Estado, el subsidio agrario aporta unos ingresos mínimos a quienes desempeñan trabajos asalariados eventuales que exigen un mínimo de peonadas anuales. Las fincas campesinas están basadas en el autoempleo y la diversidad productiva está unida a una organización del trabajo continuo a lo largo del año. Por el contrario, la organización empresarial agraria, basada en el monocultivo, implica la temporalidad del trabajo asalariado, que además se ha ido reduciendo a medida que avanzaba la mecanización. Las empresas agrarias necesitan abundante mano de obra disponible para trabajar intensivamente pocos días al año a bajos salarios, disponibilidad a la que contribuye el subsidio agrario.

Este subsidio está lejos de ser una renta básica, porque responde más a las necesidades empresariales que a los derechos de la gente trabajadora. Quienes lo cobran, además, tienen que sufrir una constante violencia cultural mediática. Este tipo de ayudas se diseñó en la década de 1980 en el contexto de las luchas por la reforma agraria que reclamaban el derecho al sustento al grito de «la tierra pa’ quien la trabaja». El pago del subsidio agrario contribuyó activamente a la desactivación de estas luchas.

 

 

Avanzar hacia la soberanía alimentaria más allá de la renta básica

Por tanto, una política agroalimentaria pública de renta básica aportaría dinero para producir alimentos, aunque sin modificar el modelo agroganadero, y para comprar alimentos en supermercados sin modificar las dietas. Sin embargo, si el objetivo es difundir, ampliar y popularizar las producciones y el consumo agroecológico, tenemos que preguntarnos cómo definir y articular esta renta básica para la soberanía alimentaria. Una de las principales contradicciones de la renta básica es que propone una herramienta del mercado para salirse del mercado. ¿Podríamos imaginar la renta básica en términos de comunales y no de dinero? ¿Podríamos pensar en estrategias desmercantilizadoras para conseguir el derecho a la soberanía alimentaria?

Estas preguntas nos invitan a pensar en otras políticas públicas para garantizar el acceso a la tierra a quienes produzcan de forma agroecológica con criterios de equidad de género y etnicidad a través de bancos de tierra y acuerdos de cesión de uso de tierras, sobre todo comunales y colectivas; construir infraestructuras agroalimentarias locales, como centros de acopio colectivos, obradores y cocinas comunitarias o mataderos municipales y locales para el reparto o venta de alimentos con infraestructuras adecuadas de conservación y almacenamiento; crear redes de servicios de asesoramiento agroecológico público, gratuito y feminista, que dieran protagonismo a la gente del campo que tiene los conocimientos agroecológicos prácticos para formar al personal técnico de las administraciones de modo que estas contribuyan a mantener vivos, difundir y actualizar los saberes tradicionales ecológicos campesinos; contribuir activamente al respeto, reconocimiento y autonomía socioeconómica de mujeres y personas LGTBIQ+ en el campo y las ciudades; proporcionar viviendas cooperativas de cesión de uso en los pueblos, además de escuelas, centros de salud y espacios rurales colectivos de ocio; activar la compra pública comunitaria para proveer de alimentos agroecológicos y locales a los centros educativos, hospitales, centros de mayores y comedores comunitarios; generar espacios colectivos de reflexión y aprendizaje que promuevan la transición hacia dietas agroecológicas y consigan que nos reapropiemos de las cocinas como espacios de cuidado compartidos y con equidad de género; e implementar medidas para fomentar el conocimiento respetuoso de los trabajos y las vidas en el campo por parte de las gentes de las ciudades.

Porque para lograr la soberanía alimentaria necesitamos democratizar el acceso a los recursos materiales básicos ampliando los comunales, generalizar los saberes artesanales campesinos de manejo de la biodiversidad y culinarios que nos dan autonomía de los mercados y articular redes arraigadas en nuevas formas de convivencia cooperativas colectivas. Porque para lograr la soberanía alimentaria necesitamos formas otras de ser y estar en el mundo y eso no se compra con dinero. 

Marta Soler Montiel
Dpto. Economía Aplicada II, Universidad de Sevilla

[1] Hablo en plural porque todas nuestras ideas se construyen colectivamente, enraizadas en redes de vida laboral, social y sobre todo afectivas de amistad y cotidianidad, aunque casi siempre olvidamos mencionarlo.


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