¿Una herramienta para la democratización alimentaria?

Ángel Calle Collado

¿Cómo socializar la responsabilidad, las herramientas y la voluntad política que nos haga reconocer una alimentación digna como un derecho universal sujeto a los límites y dinámicas que marca cada territorio? Es una enorme pregunta que ha tenido respuestas diferentes y adaptadas a lo largo de los últimos 12.000 años: desde las bases de la cultura campesina, centradas en la autonomía alimentaria y de reproducción de la fertilidad, hasta los horizontes que hoy apuntan a una soberanía alimentaria y una economía de los cuidados para relocalizar nuestra forma de producir y de nutrirnos de manera apropiada.

 

 

Necesitamos repensar constantemente qué herramientas son útiles y coherentes en un contexto dado y cómo construir redes que nos ayuden a hablar de universalidad, agroecología y redistribución de responsabilidades para satisfacer una nutrición adecuada. Desde Francia surge un debate que propugna acercarnos a esta respuesta desde la práctica, en principio de carácter estatal, luego más cercana a una red público-comunitaria, recogida en la propuesta de una Seguridad Social de la Alimentación. De forma sucinta puede condensarse en tres ideas: a) extender la noción de seguridad social al campo alimentario; b) reconstruir espacios locales de compra y distribución para hacer práctico el derecho a la alimentación; y c) promover un acceso universal mediante 150 euros al mes por persona con una tarjeta sanitaria-alimentaria.

Aunque nace en Francia, esta propuesta conecta con otros muchos aportes que han intentado sacudir los sistemas alimentarios industriales y avanzar en el reconocimiento del derecho a una nutrición adecuada, como son los programas Nacionales de Alimentación Escolar (PNAE) en Brasil, las políticas comarcales de producción y compra pública inspiradas en los biodistritos en Italia, o las propias formas de establecer dinámicas de abastecimiento público-comunitarias en Cuba en torno a los huertos urbanos.

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Tienda de Asociación La Borraja (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz). Foto: Purificación Murillo Vasco

Urgencias

Nuestros sistemas alimentarios están rotos. Son inviables si atendemos a la creciente erosión de la biodiversidad cultivada y de la fertilidad de nuestros campos. Son insostenibles debido a su ineficiencia energética y a la magnitud del desperdicio alimentario. Son injustos a poco que sopesemos quién sostiene la alimentación en territorios destinados a la extracción de materias a bajo costo, en condiciones laborales precarias —en particular, las de personas migrantes en los países del Norte a lo largo de la cadena alimentaria—, en la transversalidad de las desigualdades patriarcales desde las fincas hasta nuestras cocinas y en la malnutrición derivada del imperio de la comida chatarra.

Y todo esto sucede en un contexto de desagregación social. Lo colectivo suena a pesado y distante, en un mundo individualizado por monedas y pantallas que aparentemente «poseo», pero que en realidad me atomizan y me desvinculan socialmente: me poseen.

La agroecología, en este país, parece reducirse a un avance de modelos generales o a un encuentro de iniciativas dispersas. Hay concienciación social en torno a la salud y preocupación «formal» por la situación del mundo rural, pero faltan prácticas reales que hagan de la alimentación digna y saludable un derecho compartido, no un privilegio a defender para ciertas capas sociales. Además, cuando parece que se escuchan voces críticas del campo, estas se expresan mediáticamente desde una óptica que insiste en el «morir matando»: más globalización, más desregulación, más folclorización y erosión de nuestra relación con el entorno natural. La ultraderecha está detrás de esta visión extraviada. Pero tampoco desde posiciones consideradas de izquierda o en los espacios agroecológicos se han creado referentes ni complicidades en el mundo rural para acompañar un descontento que es real para la pequeña producción.

Vivimos en contextos empobrecidos socialmente y llenos de incertidumbre. Tras el reciente apagón de electricidad, junto con las interesadas apelaciones a asumir una economía de guerra, dicha incertidumbre se traslada a la ciudadanía: ¿nos sucederán apagones alimentarios? Recordemos que en este país una huelga de transportes en 2008 evidenció la fragilidad de nuestros mercados, copados por la gran distribución: tres días de parálisis logística y el gobierno movilizó a las tropas militares para garantizar la llegada de alimentos a las centrales de abastecimiento.

No se nos rompen las cadenas alimentarias, se nos rompe el mundo. Anda plagado de problemas revolucionarios, pero sin sujetos revolucionarios capaces de sentir colectivamente la necesidad de cambio, de ponerse a construirlo. Quienes levantamos la bandera de la agroecología vemos la dificultad de articularnos y aglutinarnos en torno a respuestas que conecten con descontentos de la ciudad y del campo, sobre salud o sobre cómo salir del imperio de la comida chatarra. Vagamos atrapadas —si se me permite la simplificación como herramienta pedagógica— entre las islitas verdes difíciles de reproducir más allá de ciertos sectores con alto capital cultural o económico (agroecología de las macetas) y la entrada en el gran agujero negro de los grandes supermercados y las pocas distribuidoras (lo ecológico como nicho de un mercado cada vez más elitista y convencionalizado). Urgen propuestas alimentarias que puedan ser nutritivas y palatables. Urge también reinventar y renombrar alternativas para poder abrir alianzas.

Puntos fuertes

La iniciativa de la Seguridad Social de la Alimentación puede abrir escenarios frente a estos mundos rotos y frente a propuestas que escalan poco (pero son necesarias) o que a veces escalan mal (y entonces tenemos que disputar la agroecología en el seno de la agricultura ecológica). Es una propuesta que saca la interpretación del derecho a la alimentación del marco asistencialista actual, que lo convierte en ayuda a usuarios que no deciden, productores que no participan y distribuidoras que lavan su imagen con algunos productos sobrantes.

Articular una respuesta dentro del marco actual de relaciones con el Estado —que, aun siendo injustas y orientadas a la industria alimentaria, aportan lo que André Gorz definiría como «reformas no reformistas»— implica potencialmente cambios sustanciales en la estructura del sistema agroalimentario, como el reconocimiento del derecho, una agenda económica y una infraestructura logística favorable a una producción y a una nutrición saludable y cercana.

La Seguridad Social de la Alimentación tiene intención de acercarse —según vemos en Francia— e incluso impulsarse desde la copropiedad de uso en la producción, la transformación y la distribución alimentaria. Resuena a una posibilidad de contagio cooperativo, si y solo si estos espacios de distribución alimentaria obedecen a las pautas y necesidades de quienes producen y consumen en un territorio. Desde ahí nos permitiría trascender los marcos locales para articularnos en el plano comarcal o biorregional, para luego llegar a niveles regionales superiores, saltando el cerco de las iniciativas dispersas.

Puntos débiles

Históricamente, el papel del Estado no ha sido favorable a una transformación desde abajo. Más bien, por su penetración por parte de las élites económicas y privilegiadas, se inclina a abrir falsas ventanas de oportunidad en torno a derechos, igualdades o agendas comprometidas con la vida. Ahí reside el riesgo de cooptación del sistema alimentario cuyos elementos centrales de decisión seguirán a cargo del Estado —como los formatos de pagos, las condiciones sanitarias y fiscales o los pliegos de servicio generales. Si el mecanismo funcionase, resultaría atractivo para la gran distribución y para quienes detentan el negocio de los monocultivos. Y, a la vez, podría excluir por razones técnicas a la pequeña producción, que no puede cumplir con pliegos o condiciones férreas y estandarizadas según una lógica industrial de gran escala. Algo así ocurrió en la segunda etapa del plan PNAE en Brasil bajo el gobierno de Dilma y, en general, con buena parte de gobiernos «progresistas» en Latinoamérica a partir de 2009, o en países centrales como Francia, a la hora de impulsar realmente la agroecología.

La posibilidad del contagio cooperativo desde territorios concretos de producción y consumo es la madre del cordero. Pero también aquí la monetarización de un derecho puede desviarnos la mirada o puede relegar cuestiones vitales, como la importancia de garantizar el acceso a la propiedad o al uso de la tierra, la necesidad de una transición agroecológica adaptada al territorio, la implementación real del derecho a una nutrición digna y no a una ayuda para la ingesta de kilocalorías.

Se trata, además, de una medida que, sin un músculo social y cooperativo claro, se encontrará con ventanas políticas muy poco abiertas. Indudablemente, no es una medida costosa, si tenemos en cuenta el gasto militar o el rescate de bancos en las últimas décadas. Pero la posibilidad de incrementar sustancialmente el presupuesto de la Seguridad Social parece lejana, pues la mayor parte de los arcos parlamentarios en la Unión Europea se alinean con la agenda militar y el incremento de endeudamiento solo en esa cuestión.

Inspiración y posibles claves

Y, sin embargo, se mueve. Las políticas regionales o municipales han tenido a bien seguir lógicas público-comunitarias en el campo de la alimentación. Me refiero, por ejemplo, a los programas de respuesta al aislamiento decretado durante la covid-19 o a las experiencias impulsadas en Francia en torno al Colectivo por una Seguridad Social de la Alimentación. Muchas de ellas se han creado desde y para la recreación de experiencias locales en Burdeos, Lyon, Rennes o París. Algunas, entre colectivos estudiantiles, como es el caso de la Universidad Libre de Bruselas, donde, como prueba piloto, 70 personas pueden hacer sus compras mediante una caja de seguridad alimentaria durante el curso.

A partir de ahí, desde procesos locales en movimiento, sí que podríamos tener éxito a la hora de explicar, defender y construir una realidad público-comunitaria en torno a la Seguridad Social de la Alimentación para impulsar una realidad congruente con el derecho a una nutrición apropiada y con una transición agroecológica justa. Se trataría de acompañar procesos territorializados, multiplicar agentes (producción, consumo, instituciones locales, lugares de trabajo o educativos) y acoger una multiplicidad de motivaciones para defender este proceso (razones laborales, económicas, de salud, ecologismo, derecho al territorio, defensa de culturas alimentarias locales, etc.). Y, de paso, desbancar las falsas banderas y el gran fuego amigo que, en el mundo rural, se recibe desde sectores de la ultraderecha que insisten en apoyar un sistema roto, para capas privilegiadas, y que terminará por excluirnos a casi todas del derecho a una producción sostenible y a una nutrición apropiada.

Es cierto que el contexto del Estado español no es el francés: ¿cómo aterrizar la centralización de decisiones en territorios permeados por culturas marcadas por tendencias centrífugas con respecto al Estado? ¿Tienen las nuevas generaciones esa visión o son más favorables a una instauración de derechos con anclaje en Estados fuertes? ¿Pueden la cogobernanza o las economías público-comunitarias convertirse en un punto de encuentro para la gestión de bienes necesarios como ya hacen comunidades energéticas o redes de salud comunitaria?

Quizás echar a andar —sin desandar lo agroecológicamente andado— sea la respuesta. Avanzar en alianzas bajo nuevos paraguas. Proponer un biosindicalismo alimentario que llame la atención de personas productoras, relacionadas con temas de salud y con sensibilidad crítica frente a una pésima ayuda alimentaria. Y, entonces sí, desde un Estado (presionado) que cede poder al protagonismo social, podríamos pensar en una Seguridad Social de la Alimentación que apoye el municipalismo y el biorregionalismo como base para producir, decidir, intercambiar y defender necesidades nutricionales. Todo ello a la par que se estimulan las luchas interseccionales, tanto para combatir injusticias que atraviesan lo alimentario —género, racismo, fractura campo-ciudad…— como para avanzar en el derecho a tener derechos muy palpables: alimentación sana, vivienda, transición energética.

Lo que sí sabemos es que hay urgencias que atender para ilusionar en el derecho a tener derechos y evitar que los platos rotos los sigan pagando, cada vez más, las comunidades y colectivos excluidos y sometidos por el sistema agroalimentario globalizado. Sabemos también que frente a la barbarie urge una democratización radical de estas megamáquinas de producción alimentaria o energética. Habrá que ver cómo se propone y se construye una Seguridad Social de la Alimentación para que el protagonismo venga desde abajo y se sitúe en el centro de esta apuesta.

Ángel Calle Collado
Profesor de la Universidad de Extremadura, agricultor ecológico y coautor del libro Territorios que alimentan, junto a Isabel Álvarez Vispo

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