Reflexiones del ciclo de debates «Los derechos básicos fuera del capitalismo»

Revista SABC

Mercantilización es una palabra que usamos y practicamos habitualmente. Pero ¿tenemos claro su significado? Si buscamos en los diccionarios, la cuestión es diáfana: «proceso de transformación de bienes en mercancías con fines de lucro». Entonces, si los alimentos son un producto mercantilizado e incluso especulativo, en tanto que están presentes en las principales bolsas de valores, ¿estamos asumiendo que sí, que a los alimentos se les puede poner precio y comercializarlos con fines de lucro?

 

 53 12 Emilio Botellas

Primer encuentro de cajas alimentarias comunitarias (Arcachon, noviembre 2024). Foto: Collectif Acclimat’action

Derechos discriminados

Quien ya hace décadas respondió a esta pregunta fue La Vía Campesina con su primer lema: «los alimentos no son una mercancía». Consideraban que darles este tratamiento, es decir, asumir que la alimentación puede funcionar en el marco capitalista, constituye la base de las injusticias y problemáticas sufridas por el campesinado. Para quienes no tienen opciones de producir su comida, acceder a ella solo por la vía de su mercantilización conlleva que una parte de nuestro tiempo, con total seguridad, debe estar dedicada a un trabajo remunerado, tanto si este enriquece la trama de la vida como si no, tanto si supone explotación como si no. Y para quienes producen los alimentos, recíprocamente, su meta poco a poco deja de reconocerse en alimentar a la población para centrarse exclusivamente en que salgan las cuentas, en la búsqueda de los máximos rendimientos y en la competencia, lo que supone intensificar la producción con más insumos químicos, más monocultivos, salarios más bajos para quienes trabajan la tierra, etc.

Como pudimos escuchar en el ciclo de webinars «Los derechos básicos fuera del capitalismo», lo que sucede con la alimentación cuando queda supeditada a esta idea de lucro sin más es idéntico a lo que ocurre con otras necesidades básicas también sepultadas bajo el mismo patrón. Sectores como el energético o el de la vivienda han acabado controlados por oligopolios y fondos de inversión, del mismo modo que lo está el sector alimentario. El salario que muchas personas perciben es del todo insuficiente para encontrar una morada digna donde habitar o sufragar los costes energéticos para calentar la casa, igual que no permite adquirir una cesta básica y suficiente de alimentos de buena calidad y culturalmente apropiada. Es una espiral de explotación y precariedad. Y, para romperla, las iniciativas que surgen en cualquiera de estos sectores —como las comunidades energéticas, las viviendas cooperativas o las cooperativas de consumo— son importantes para demostrar otras formas de hacer, pero no consiguen ni incomodar a la médula central del sistema capitalista.

En cambio, llama la atención que, en las llamadas sociedades del bienestar, esta lógica no se aplica a otras necesidades —la educación o la salud—. Una larga historia de iniciativas populares de apoyo mutuo y de mirada comunitaria (las mutuas, las casas de socorro, las escuelas de libre enseñanza...) y la reivindicación de estas fueron esenciales para que hoy se consideren «derechos básicos» y su satisfacción esté garantizada desde «lo público».

Profanar la alimentación

El investigador Horacio Machado afirma que la raíz de la crisis civilizatoria que atravesamos es el «régimen de plantación». En esa ruptura, donde se pasa del policultivo al monocultivo, de la agricultura (cultura que nace de la tierra) a la minería agraria, es donde se genera verdaderamente la civilización colonial y el capitalismo.
Tomando como referencia a la bióloga Lynn Margulis, explica que no somos seres vivos, sino seres convivientes: necesitamos a otros seres para convivir. «Somos una comunidad que confluye para producir su propia energía, su propio alimento, en una relación de simbiosis con la tierra». Y, como parte de esa relación simbiótica, estamos conectadas al tejido de la vida en circuitos materiales y espirituales por los que fluye la energía vital que sustenta la materia orgánica.
«La transformación fundamental ocurre con la profanación de la comida: convertir el alimento en una mercancía es una profanación del sistema de vida Tierra del que formamos parte», sostuvo en su intervención en la tercera sesión del ciclo.

 

Lo público

De hecho, en nuestros territorios, la alimentación en diferentes momentos históricos también tuvo un tratamiento público regulado por las administraciones. Quizás el ejemplo más paradigmático fueron los quinientos años —entre el siglo xii y el siglo xviii— en los que, en la mayoría de las ciudades de Europa, «garantizar la alimentación de la población era un deber asignado a los municipios», como explicó Mercè Renom a partir de sus estudios centrados en la ciudad de Barcelona. Y es que, tanto en pueblos como en ciudades, aún detectamos algunos elementos y figuras que han llegado hasta nuestro tiempo: edificios reconvertidos a otros usos de antiguos pósitos para almacenar granos, mataderos, pescaderías o carnicerías municipales, o los propios mercados municipales, aún en funcionamiento. Con estas infraestructuras y con capacidad de legislar en temas alimentarios, los municipios y sus gobernadores regulaban cuestiones críticas como los precios, favorecían la llegada de alimentos del campo a la ciudad o, incluso, podían imponer aranceles para privilegiar el consumo local.

Desde luego, las decisiones tomadas no eran ni democráticas ni siempre justas, pero el control más cercano que el pueblo ejercía en estas gestiones se acerca más al verdadero significado de lo público, cuya raíz etimológica nos recuerda que hablamos de «asuntos del pueblo».


53 12 Emilio Botellas

Primer encuentro de cajas alimentarias comunitarias (Arcachon, noviembre 2024). Foto: Collectif Acclimat’action

Intervenciones parciales en el sistema

Pero aún deberíamos retroceder más en el tiempo o movernos de lugar para detectar otros modelos económicos completamente diferentes al hoy impuesto. Las llamadas economías campesinas y comunales, aunque no igualitarias, se sustentaban en una suerte de valores que hoy reconocemos cuando hablamos de proyectos comunitarios y expresaban un pensar en colectivo frente al individualismo y la competitividad a los que nos conduce inexorablemente cualquier propuesta mercantilizada.

Inspiradas en estos cánones, encontramos muchas de las alternativas a la mercantilización capitalista de derechos básicos, como las cooperativas de consumo en todas sus variantes, pero que se ven obligadas a convivir en los mercados convencionales junto a grandes imperios de la distribución, con los que es muy complicado competir. El objetivo de garantizar precios justos a las productoras, además, conlleva que algunas de estas propuestas no puedan llegar a segmentos populares de la población. Todas estas iniciativas tan valiosas e inspiradoras acaban teniendo un impacto muy limitado.

La compra que las administraciones llevan a cabo para el suministro de alimentos a comedores escolares, hospitales o centros de día (compra pública), demuestra que, si existe voluntad política, se pueden articular sistemas alimentarios al margen de los mercados, aunque afecten solo a una pequeña parte de la población. En la gran mayoría de los casos, estos sistemas públicos tienen mucho que mejorar, ya que, por ejemplo, suelen priorizar la mejor oferta económica, lo que supone que se apoyen en producciones alimentarias industriales de calidad cuestionable que, por sus precios reducidos y su capacidad administrativa, son elegidas frente a las producciones campesinas.

De la misma manera, también podríamos decir que, a través de subvenciones como los fondos de la PAC, los gobiernos europeos disponen de instrumentos políticos para intervenir en el sistema alimentario. Sin embargo, en estas décadas hemos visto cómo esta intervención se ha centrado precisamente en consolidar la agricultura de los grandes terratenientes, controlada por y para el rendimiento del capital.

 

 
   Todas estas iniciativas tan valiosas e inspiradoras acaban teniendo un impacto muy limitado.   
 

 

Cajas alimentarias comunitarias

¿Podemos aspirar a sistemas alimentarios desmercantilizados que devuelvan a la comida el valor sagrado que nunca debió perder? Hoy en día, ¿existen mecanismos democráticos y populares que permitan levantar de abajo a arriba un sistema alimentario para toda la población basado en las producciones campesinas? Reaprehendiendo el lenguaje, ¿podemos conjugar juntas las palabras común, público y cooperativo?

Este es el espíritu que se detecta al acercarse a la propuesta francesa de la Seguridad Social de la Alimentación (SSA). David Fimat, que participa en la experiencia piloto de la Caisse commune de l’alimentation, en Gironda, explica que la cuestión central pasa por la creación de las cajas comunitarias.

Según esta idea, las experiencias piloto de SSA se conforman alrededor de un grupo de personas —que podrían ser el reflejo a pequeña escala de una sociedad— que deciden socializar su alimentación para que nadie se quede sin alimentos y para garantizar la vida del campesinado. Y, para ello, tomando como ejemplo el funcionamiento de los sistemas públicos sanitarios o educativos, llenan una caja común a partir de las contribuciones monetarias de cada persona en función de su realidad económica (unas más, otras menos, como las cotizaciones por empleo). A esta caja se suma también la aportación de alguna administración comprometida con el proyecto y las cotizaciones de alguna empresa local, no solo para aumentar los recursos de la caja, sino sobre todo para demostrar la importancia de recuperar desde el pueblo la decisión sobre qué y cómo gestionar los recursos públicos fruto de otros tributos, como los impuestos a las empresas, el IVA, etc.

Una vez alcanzado este primer objetivo de una caja comunitaria —no exento de un cambio de mentalidad—, el siguiente paso es codecidir su gestión. En asamblea, esta pequeña comunidad debe tomar varias decisiones. En primer lugar, el monto económico e igualitario que cada persona recibirá del total recaudado, en un ejercicio de redistribución de la riqueza. En los modelos teóricos diseñados por los colectivos de apoyo a la SSA, la cifra orientativa es de 150 € al mes por persona adulta, incorporados a una tarjeta que llaman Vitale.

Además, las propias personas que son parte de la caja tienen el derecho de acordar democráticamente dónde adquirir los alimentos canjeándolos con el monto de la tarjeta. Según David, «vendría a ser, como ocurre con los médicos de la Seguridad Social, establecer un acuerdo con los profesionales, agricultores y agricultoras, que nos proveen de los alimentos». Es decir, se construye un pequeño sistema social que apoya un modelo de producción y comercialización y consensúa qué precios pagar para valorizar su dedicación como corresponde. Y no es difícil escoger, puesto que en la mayoría de las ciudades se cuenta con experiencias de la economía social y solidaria que, al integrarse en este esquema, cobran una importancia fundamental: los proyectos de «agricultura sostenida por la comunidad», los mercados campesinos, las cooperativas de consumo, los supermercados de base cooperativista y sin ánimo de lucro, etc.

Mientras se llevan a cabo las primeras experiencias —contaba David—, se detectan las barreras que permiten pensar mejor todo el planteamiento de la propuesta, especialmente cómo incorporar variaciones en función de cuestiones coyunturales, sociales o de territorio.

En este punto, podría visualizarse una ruta de doble vía. Por un lado, en la medida en que las experiencias locales funcionan, se debería buscar el apoyo de las administraciones locales para activar este sistema. No para intervenirlo, sino para legitimarlo y apoyar su multiplicación. Como dirían los zapatistas: el pueblo manda y el gobierno obedece. ¿Podemos imaginar, a medio plazo, una red de municipios que facilite el espacio y los instrumentos para que la población organizada desarrolle políticas públicas alimentarias y agroecológicas basadas en los principios de la solidaridad y la soberanía alimentaria?

Por otro lado, la idea de un sistema alimentario público, comunitario y cooperativo, desprovisto del ánimo de lucro, parece el relato completo para impugnar el modelo mercantilista y capitalista respecto a la alimentación. En la medida en que la sociedad organizada lo amplíe y lo difunda —de la mano de quienes defienden la vivienda, los cuidados o la energía pública—, podrá hacer que este se tambalee.

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