Vivencias rurales frente al frenesí del mundo contemporáne
Desirée Martos Cañete y Hugo Rodríguez Braga
Ayer me levanté sintiendo que no me quedaba tiempo. No hablo de la pérdida de la vida en un sentido estricto, pero sí de la aceleración y el ritmo que no te permite vivirla. No había dormido demasiado bien; eran las siete de la mañana y con la luz artificial de la cocina me hice un café que no duró más de tres sorbos mientras revisaba las notificaciones del móvil. Cansada. Fatigada. Apresurada. Afuera, el resto del mundo parecía estar sintiendo lo mismo.
Paul Gauguin, La siesta. Dominio público
El precio de la aceleración
En la actualidad han surgido nuevas formas de comprender el cansancio, este fenómeno que parece encontrarse inseparable del mundo contemporáneo y sus dinámicas. El desgaste físico y mental provocado por la prisa constante, la alta productividad, la hiperconectividad y la lógica capitalista crean un contexto en el que estar siempre ocupado, activo, no es solo la norma, sino un ideal elegido por cada uno de nosotros. La presión de abarcarlo todo, la sensación de que «no nos da la vida» y la desconexión con nuestros ritmos biológicos nos conducen a un estado de fatiga crónica; o lo que es lo mismo: una forma de estar cansados constantemente, a la que podríamos referirnos como el «cansancio ontológico».
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su conocida obra La sociedad del cansancio (2010) señala que la nuestra es una sociedad del autorendimiento, donde cada uno es al mismo tiempo el explotador y el propio explotado: en nuestro afán por estar siempre activos, siempre encargándonos de algo, terminamos voluntariamente presionándonos en exceso. Al combinar esta idea de cansancio con la ontología (el estudio del ser), se alude a un agotamiento profundo que afecta a nuestra propia esencia, una ontología del desgaste.
Este fenómeno va más allá del agotamiento físico y mental; es una sensación que nos mantiene acelerados, en estado de alerta, bajo las normas de nuestra propia exigencia: lo excepcional es estar descansados, dormir de manera plena y permitirnos el vacío, la contemplación, el ser natural, la ocupación simple del entorno, la nada.
Raíces y ritmos: explorando las sociedades kairéticas y la cultura del rendimiento
Vivimos instalados en este cansancio, producto de una sociedad que nos exige demasiado a todas horas. Este es el concepto del aceleracionismo, según el cual cada vez hacemos más cosas, escuchamos más información, recibimos cada vez más estímulos. Nuestra atención se reparte entre toda clase de responsabilidades, con apps y notificaciones tratando de reclamar nuestros pensamientos: nos llegan avisos del trabajo, correos y wasaps a todas horas; hacemos deporte para tener más energía mientras escuchamos pódcasts que tratan de temas que consideramos que deberíamos conocer; ni siquiera en nuestro tiempo libre, ni siquiera cuando nos vamos a la cama, encontramos la quietud necesaria para recuperarnos, conectados al mundo digital como estamos. La idea que rige esta sociedad es simple: llenar nuestro tiempo de tantas actividades productivas como sea posible. Siempre podrías estar haciendo más. Siempre podrías aprovechar más el tiempo.
Sin embargo, esa productividad no da unos frutos claros, ya que por mucho que hagamos nunca estamos más cerca de terminar. A la larga, esto se traduce en frustración y cansancio. Paradójicamente, respondemos a este cansancio intentando optimizar nuestro descanso: usamos horarios de sueño estrictos, reglas autoimpuestas, dietas y ejercicios para recuperarnos al máximo; es decir, usamos la misma lógica que nos ha llevado aquí para solucionar este desgaste. Así, es habitual que despertemos en una inercia acelerada y tecnologizada.
Las ciudades, antaño símbolos de bienestar, ahora parecen ceder su lugar a lo rural como espacio de equilibrio y recuperación: los últimos años están poniendo de relieve el malestar derivado de la pérdida de conexión del ser humano con la naturaleza y sus ritmos, un malestar cada vez más documentado en estudios académicos. En este sentido, la filosofía ha señalado cómo la experiencia rural —especialmente la de generaciones más longevas— ofrece claves para comprender y contrarrestar los efectos de una sociedad acelerada, incluyendo la necesidad urgente de cuidar nuestro entorno. En concreto, las sociedades rurales se pueden entender como kairéticas —del griego Kairós, oportunidad—, en el sentido de que se estructuran en torno a una noción clara y compartida de cuándo se debe trabajar y cuándo descansar.
Si la cultura del rendimiento se caracteriza por crear sujetos siempre disponibles, siempre atentos, siempre cuidadosos de gestionar su tiempo y su energía, y de encontrar maneras de sacar más partido a sus quehaceres, la mentalidad kairética reconoce la necesidad colectiva de empezar y terminar una labor dentro de su debido tiempo.
En este sentido, las sociedades rurales han mantenido históricamente esta concepción del trabajo estrechamente ligada a los ritmos naturales y a la interdependencia con el entorno. Se trata de un proceso cíclico donde cada labor tiene su momento preciso: la siembra no puede adelantarse ni retrasarse sin consecuencias, la cosecha ocurre cuando los frutos han madurado y, entre otros, el cuidado del ganado responde a sus propios ciclos biológicos. Depender hasta cierto punto del entorno, del clima, de la estación del año o, entre otras, de la disposición del ganado, crea una forma significativa de habitar el espacio que nos rodea, basada en relaciones valiosas con el mundo e implica, asimismo, un cuidado de los mismos. De tal forma, este enfoque refuerza una relación profunda con el mundo, donde el trabajo no se percibe como una obligación mecánica, sino como una interacción sustancial con el entorno que sostiene la vida.
Habitando el mundo de otra manera: cómo lo rural puede ayudarnos a sanar la fatiga existencial de nuestra era
La vida rural ofrece una alternativa tangible al ritmo frenético de las ciudades, pues permite una mayor conexión con la naturaleza y un equilibrio más acorde con los ritmos biológicos y ecológicos que nos constituyen. La naturaleza no opera bajo la lógica de la prisa o la eficiencia extrema; en cambio, sigue ciclos de regeneración, alternando períodos de actividad con momentos de reposo. Volver a estos ritmos supone una oportunidad para alinear nuestra vida con principios más sostenibles, tanto en términos ambientales como personales. En este sentido, el cansancio ontológico es también un síntoma de nuestra incapacidad colectiva para reconocer los límites impuestos por la naturaleza, límites personales, sociales y ecológicos.
El entorno rural se presenta como un espacio de renovación y resiliencia, tanto en términos individuales como en colectivos. La vida en contacto con la naturaleza no es únicamente un refugio para el descanso individual, sino también un modelo alternativo de bienestar basado en la sostenibilidad y la salud comunitaria. Las investigaciones en torno al bienestar en ambientes rurales han mostrado cómo la interacción significativa con la naturaleza y la reducción del estrés ambiental favorecen la calidad del sueño, la estabilidad emocional y la percepción del tiempo como un recurso más humano y menos mercantilizado.
¿Cómo podemos escapar del cansancio del yo?
Más que una huida del mundo moderno, lo que se propone es una relación armónica con nuestro entorno, una en la que podamos ser humanos completos; es decir, seres que no se definan únicamente por su capacidad de producción y rendimiento. En este horizonte, el descanso no es un fracaso ni la inactividad una pérdida de tiempo; al contrario, son elementos esenciales para una existencia plena. La autosuperación sin límites, el constante perfeccionamiento y la presión por alcanzar el máximo desempeño han generado una sociedad en la que la fatiga es estructural.
Es también importante matizar que las áreas rurales, aunque pueden representar un alivio frente a la fatiga existencial, no son un remedio mágico. La idealización del campo como un lugar de paz y armonía puede ocultar desigualdades, falta de acceso a servicios básicos y dificultades socioeconómicas que afectan a la calidad de vida. Por ello, si queremos recuperar los beneficios de una vida más conectada con los ritmos naturales, es fundamental que existan políticas de apoyo que aseguren condiciones dignas para quienes habitan estos espacios.
¿Qué hacer para llevar una vida moderna más kairética, informada por las experiencias rurales? Como hemos señalado, el problema es social, por lo que la solución individual es, si bien importante y necesaria, limitada. Quizá la pregunta correcta sería qué no hacer: debemos aprender, colectivamente, a recuperar la inacción, la nada, el aburrimiento, el vacío. A menudo sentimos aprensión ante la pérdida de tiempo, ante la improductividad prolongada: debemos alterar esa mentalidad de forma permanente. El descanso debe ser entendido como un bien en sí y no como una recuperación para rendir más al día siguiente. Los ritmos kairéticos delimitan claramente el tiempo libre no productivo y el tiempo de actividad, en el que llevar a cabo labores que den frutos que valoremos y de las cuales saquemos gratificación.
Así, la clave no está en escapar de la modernidad, sino en repensar nuestras formas de habitarla. Recuperar el equilibrio con nuestro entorno es, en última instancia, una apuesta por una vida más habitable, en la que el descanso, la contemplación y la conexión con la naturaleza sean parte de nuestra existencia y no simples excepciones dentro de una rutina agotadora.