José Ramón Olarrieta

Se acumulan los proyectos de plantas de biogás o de biometano. Igual que en el caso de los campos de placas solares o de molinos de viento, se ha abierto una nueva oportunidad de negocio para el capital y una nueva servidumbre para las zonas rurales.

 

En la llamada bioeconomía circular proliferarán los biohubs que construirán biopolígonos en los que las bioempresas fabricarán bioproductos mediante biorefinerías. Un lenguaje bastante empalagoso para no decir nada nuevo. Pues bien, esta bioeconomía no pretende otra cosa que aumentar todavía más el extractivismo de los recursos rurales disfrazándolo de una reutilización y reciclaje de las materias orgánicas producidas por los sistemas agrarios para sustituir los materiales que se producen a partir del petróleo o del gas. En el caso del biogás, se añade la excusa de solucionar el problema de los «residuos ganaderos» o de su manifestación más polémica: los nitratos.  

Pero a aquellas dos R en las que dicen que se basa la bioeconomía se les olvida añadir la primera, la de reducir. Reducir el consumo de energía por quienes la malgastan a espuertas. Y, si estamos produciendo un «exceso de residuos ganaderos», la primera estrategia tendría que ser, no solo reducir, sino evitar estos excesos, que ya dicen que nunca son buenos. Además, se les olvida la doble R de redistribuir la riqueza y con ella también redistribuir la energía. Discutir eso llevaría unas cuantas páginas, así que lo dejamos para otro momento.

Las medias verdades sobre el biogás 

Las estrategias del biogás se basan en una serie de medias verdades envueltas en celofán de brillantes colores. Una de ellas es que estas plantas producen energía. Pero el balance entre la energía que se produce en las plantas (en forma de biogás o metano) y la energía que se consume en todo el proceso es, como mucho, precario.  Por ejemplo, solo la energía directa que consumen estas plantas en su funcionamiento puede suponer ya un 30 % de la energía que producen.  

Muchos estudios al respecto, con el truco —puramente semántico— de considerar como residuos a los materiales que necesitan estas plantas (purines, estiércoles, restos de industrias agrarias, restos producidos en los mataderos…), simplemente ignoran el coste energético que ha supuesto producirlos, como si cayeran del cielo, cuando este coste puede suponer un 50 % de la energía producida por la central. Porque hay que cultivar la soja y el maíz, fertilizarlos, cosecharlos, importarlos (en buena parte desde Sudamérica), fabricar el pienso, tener calentitos a los animales en la granja, etc.  

Por otra parte, esos estudios también ignoran el coste energético de construir las plantas, con todos los materiales que necesitan. Y ni se plantean lo que costará energéticamente desmantelarlas, ni tampoco quién tendrá que asumir este proceso o si, sencillamente, nos las dejarán de recuerdo.  

Pero aun así, sin tener en cuenta este aspecto ni contabilizar el coste energético que cargan los residuos y materiales que se consumen, los balances energéticos de estas plantas salen negativos si las distancias a las que recogen estiércoles son superiores a 22 km, o a 70 km en el caso de restos de matadero. 

 
   Las deyecciones animales siempre han sido, y deberían seguir siguiendo, la base de la fertilización de los suelos agrícolas   
 

Otra media verdad es afirmar que esta energía es renovable, porque, como más o menos se puede intuir de lo anterior, esto no es así. No tenemos que hacer nada para que el sol brille, ni tampoco para que el viento sople, o las mareas suban y bajen. Pero todos los materiales que necesitan las plantas de biogás tenemos que producirlos y en estos procesos de producción no solo tenemos que gastar energía obtenida de combustibles fósiles, sino también otros materiales fósiles, como los abonos fosfóricos o potásicos. En el caso de las minas de fosfatos, algunas previsiones dicen que se agotarán en 200-400 años; es decir, que no son esencialmente diferentes del petróleo o del gas natural. 

Y una tercera mentira es que todos estos materiales que requieren las plantas de biogás se consideren como «residuos» que necesitan «valorizarse». Pero ni una cosa ni la otra. Si las plantas de biogás en funcionamiento en Europa están pagando a los ganaderos el equivalente a unos 20 €/MWh por las deyecciones de sus animales, quiere decir que estas deyecciones sí tienen un valor. En cambio, esas plantas están cobrando 40-50 €/MWh por materiales, como los fangos de depuradora, que sí son residuos porque su destino alternativo es el vertedero.  

Las deyecciones animales siempre han sido, y deberían seguir siguiendo, la base de la fertilización de los suelos agrícolas. La producción de biogás implica extraer parte de la materia orgánica que tienen las deyecciones para transformarla en metano y dióxido de carbono. Así, en una planta que utilice unas 500.000 t de materiales se extraerá el equivalente a unas 40.000 t de materia orgánica que no se aplicarán a los suelos, sino que se quemarán un momento u otro. Si se necesitan unas 10 t al año para mantener el nivel de materia orgánica en 1 ha de suelo, esa cantidad que se extrae para producir biogás se la quitamos a 4.000 ha de tierra. A largo plazo, por tanto, los suelos tratados con los digestatos (fangos que quedan después de transformar todos esos materiales orgánicos en metano y dióxido de carbono) acumulan un 13-50 % menos de carbono orgánico que los tratados directamente con purines.  

El problema de los nitratos persiste 

Fomentar las plantas de biogás implica, por tanto, una mayor extracción de los recursos de las zonas rurales y limitar la capacidad que pueden tener estas para conservar o mejorar sus suelos como base fundamental de la actividad agraria. Por otra parte, la Unión Europea ya está preparando una directiva que exigirá que los suelos tengan unas concentraciones mínimas de materia orgánica, a las que actualmente no se llega en la mayoría de los casos. La proliferación de plantas de biogás no solo no ayudará a conseguir esos objetivos, sino que aumentará el precio que los agricultores tendrán que pagar para conseguir estiércoles para sus campos. 

Las plantas de biogás tampoco aportan nada para solucionar el problema de los nitratos. El mismo nitrógeno que hay en los purines y estiércoles sigue estando ahí al final del proceso, en los digestatos. Y con esos digestatos, o con los productos derivados de ellos, habrá que hacer algo. La situación será la misma que ahora: hemos concentrado cantidades enormes de nitrógeno en granjas sin tierra y habrá que ver a quién se las podemos endosar. Porque, además, los digestatos no son ningún chollo. Especialmente si se producen a partir de purines de cerdos y no se han tratado por ósmosis, son materiales muy salinos y, por tanto, peligrosos para los cultivos y sin ninguna propiedad que los haga mejores que los purines iniciales. De hecho, el planteamiento actual de muchas plantas de biogás consiste en compostar el digestato, porque, si no, tiene muy mala salida. 

 
   El ecofascismo ofrece una solución simplista que mucha gente sin tiempo ni información acaba comprando: la culpa es del otro.   
 

Quien gana, quien pierde 

La circularidad del biogás en una bioeconomía global no es más que retórica. El viaje de la soja y el maíz sudamericanos hasta la carne que comemos o hasta el biogás que quemamos en la cocina es lineal y sin billete de vuelta. En el colmo del cinismo, la UE quiere poner en marcha una normativa  —el Reglamento sobre productos libres de deforestación— para «evitar la entrada en el mercado europeo de productos asociados con la deforestación». Pero no parece tener intención de ser congruente y dejar de importar soja de Brasil, aunque sus propios estudios muestren que la producción de esta soja está relacionada directa o indirectamente con la deforestación y que estos cambios de uso implican grandes emisiones de CO2. Y si a estas emisiones les añadimos, entre otras, las pérdidas de metano que se producen en las plantas de biogás y las que emite el digestato, el ahorro en gases de efecto invernadero de estas plantas también es más que dudoso.

 
   El mismo nitrógeno que hay en los purines y estiércoles sigue estando ahí al final del proceso, en los digestatos..   
 

La burbuja del biogás implica el apuntalamiento de la industria ganadera, desligada de la tierra, incapaz, no solo de producir, ni siquiera indirectamente, la alimentación de su ganado, sino también de utilizar las deyecciones de este. El biogás diversifica el negocio de esta industria y pretende hacer creer que el problema de los nitratos desaparece por arte de magia. Y el otro ganador en todo esto es, como siempre, el gran capital, los fondos de inversión que huelen la burbuja y las subvenciones que les permitirán hacer un buen negocio a corto plazo. Y las empresas gasísticas que van a vender con «certificado verde» este biogás para que otras empresas lo compren y puedan justificar su propia contaminación.

 
   El ahorro en gases de efecto invernadero de estas plantas también es más que dudoso.   
 

Paralelamente al auge del ecofascismo, el capitalismo verde triunfa como la respuesta preferida de gobiernos y corporaciones a la crisis climática. Bajo este modelo, se promueve la idea de que es posible mantener el crecimiento económico infinito mientras se reduce el impacto ambiental a través de tecnologías «limpias», avances en la innovación que nunca llegan y mercados de carbono que no funcionan.

José Ramón Olarrieta

Profesor de Edafología y Química Agrícola en la Universidad de Lleida

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