Juan Bordera

En los últimos dos años he tenido la suerte de recorrer muchas ciudades y pueblos de España para presentar algún libro o dar una charla sobre decrecimiento, crisis climática, energética, o más recientemente —ya no tan a gusto— sobre la fatídica dana del 29 de octubre de 2024 que arrasó la periferia valenciana. Y, si hay una pregunta que siempre, siempre, sale, es: vale, esto es muy grave, pero… ¿qué puedo hacer yo?

 

 

Es normal que sea lo primero que nos preguntemos, pero a la vez nos indica una debilidad que compartimos la gran mayoría. Pensar en términos individuales una transformación que nos sobrepasa es casi instintivo, pero no parece una buena estrategia. ¿Cómo vamos a cambiar un sistema con nuestros solitarios actos si ese sistema se nutre precisamente de esa mentalidad individualista?

 
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Interior de uno de los tantos coches depositados en los cementerios de vehículos improvisados por diferentes puntos de las zonas afectadas. Foto: Tamara Sánchez

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Coche enterrado en el barro en el barranco del Poyo, Paiporta. Foto: Tamara Sánchez

 

Culpas y responsabilidades

No eres tú y, en el fondo, probablemente lo sepas. Es más bien qué podemos hacer nosotros y nosotras. Qué podemos hacer como sociedad civil organizada, como movimientos sociales, como cooperativas, como grupos que practican la desobediencia civil, etc. Lo que nos ha hecho evolucionar es nuestra capacidad de cooperación, aunque, a la vista de los resultados, sigue siendo el gran reto. Necesitamos hacerlo mejor.

 
   Muchas veces, además, los cambios individuales tienen un componente de clase muy perverso.   
 

Quizá uno de los mayores éxitos del capitalismo ha sido fomentar esa mentalidad que le pasa al individuo la responsabilidad de una situación que tiene mucho más que ver con un sistema de producción muy concreto. Si reciclas, si votas bien, si no comes carne ni viajas en avión…, es decir, si haces «lo que hay que hacer», pues ya está. Sirve hasta como válvula de escape. Y, por supuesto, sirve como tapadera.

¿Por qué si no iba British Petroleum (ahora Beyond Petroleum en su enésimo intento de greenwashing) a fomentar la campaña mediática de la huella de consumo personal?

A principios de los años 2000, una vez asegurada la caída de cierto muro que hacía —como mínimo— de contención frente al neoliberalismo desenfrenado, BP presentó la «calculadora de huella de carbono personal». Desde ahí, con ese gran invento, podíamos calcular nuestro impacto y echarnos las culpas y responsabilidades unos a otras. Qué conveniente para BP y para las otras grandes petroleras (y empresas multinacionales, fondos de inversión…) que son responsables de una parte considerablemente más grande.

Las críticas que ha recibido tanto BP como su iniciativa no han sido obstáculo para que esta haya sido todo un éxito. Muchas organizaciones, hasta del ámbito más activista, han comprado su relato y agencias de gran impacto, como la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, crearon sus propias calculadoras de huella de carbono, fomentando esta idea tan perniciosa para el cambio colectivo que realmente necesitamos.

Porque, ojo, aquí nadie está diciendo que las acciones individuales no sumen, no sean necesarias, no haya que hacerlas para dar ejemplo y, hasta por coherencia personal, al revés, viva la apología de las «acciones individuales»; pero que no conformen el marco de la transformación que necesitamos, por favor, porque entonces estamos perdidos.

Hacia un sujeto político transformador

El calentamiento global se está desbocando. Acelerada y peligrosamente. Cerca de un punto de irreversibilidad, en el mejor de los casos. No me extenderé mucho en esto porque es muy evidente para cualquiera al que no le guste mentirse o no le hayan lavado bien el cerebro.

 
   No hay tiempo para que sea la educación la que nos salve, la siguiente generación o nuestras acciones de consumo.   
 

Si esa es la situación que tenemos, de caos climático creciente, que pone en juego hasta la estabilidad de las estaciones y de las cosechas, hasta de la propia vida en la Tierra, según la gran mayoría de las mejores voces científicas vivas que tenemos, y además le sumamos que los recursos energéticos y materiales críticos muestran cada vez más que el siglo xxi es el de los límites, el del choque contra esos límites del crecimiento del que nos advertía ya hace cincuenta años la ciencia, pues aún es más peligrosa esa narrativa que lo fía todo a la acción individual.

No hay tiempo para que sea la educación la que nos salve, la siguiente generación o nuestras acciones de consumo. Ya me gustaría, pero no.

Poner de acuerdo con la termodinámica y los límites planetarios a los distintos individuos de un país o del mundo entero, confiar en que cambien su comportamiento, va a ser un proceso algo más difícil que lograr legislar para cambiar el comportamiento de unas pocas empresas. Ese es el truco de BP. Pasándole la responsabilidad al consumidor cubre sus propias vergüenzas y se inmuniza. Si el responsable es tu vecino que come carne, BP se libra. Si la responsable es tu prima, la que se va una vez al año de viaje en avión, Blackrock se libra. Seguro que me vais pillando. Tenemos que invertir esa narrativa. Que no nos enfrenten más de lo que ya nos enfrentamos de manera natural.

Aquí de lo que se trataría es de entender que los actos de renuncia individual, aunque necesarios, son insuficientes a todas luces. Y que los actos para generar un sujeto político capaz de transformar de verdad las cosas son los que más necesitamos. Y no es una disyuntiva. No hay que elegir. Pero sí hay que priorizar y contextualizar. Muchas veces, además, los cambios individuales tienen un componente de clase muy perverso.

¿Quién puede comprarse un coche eléctrico? ¿A quién estamos financiando con dinero público para que se ponga placas en SU TECHO? ¿Quién tiene la educación para llegar siquiera a acceder a la información de dónde y qué comprar conscientemente? En gran parte, los que ya eran algo privilegiados de antemano. Si no, dime a quién le llega para tener una vivienda en propiedad en la que poner placas en SU TECHO en una ciudad, que es donde vive la mayoría de la gente.

La cosa se complica. O se vuelve, en realidad, mucho más sencilla.

El ecofascismo se nutre de la mentira del capitalismo verde

Uno de los fenómenos más preocupantes en los últimos años es la instrumentalización del discurso climático por parte de la extrema derecha. La crisis ambiental o de recursos se presenta como una justificación para cerrar fronteras, criminalizar migrantes o agravar la situación de los más vulnerables.

«Make America great again» o «Los españoles primero» son algunas de las primeras manifestaciones de un fenómeno que va a ir en aumento si no se cambia de narrativa. En lugar de cuestionar el modelo capitalista, el ecofascismo ofrece una solución simplista que mucha gente sin tiempo ni información acaba comprando: la culpa es del otro. La misma respuesta que nos ofrece BP pero teñida de una capa de odio al pobre y al diferente.

 
   El ecofascismo ofrece una solución simplista que mucha gente sin tiempo ni información acaba comprando: la culpa es del otro.   
 

Paralelamente al auge del ecofascismo, el capitalismo verde triunfa como la respuesta preferida de gobiernos y corporaciones a la crisis climática. Bajo este modelo, se promueve la idea de que es posible mantener el crecimiento económico infinito mientras se reduce el impacto ambiental a través de tecnologías «limpias», avances en la innovación que nunca llegan y mercados de carbono que no funcionan.

Una posición que no solo es falsa, sino que también perpetúa las desigualdades globales mientras ignora que la cuadratura del círculo es imposible. No se puede seguir creciendo sin agravar los problemas que el mismo modelo de crecimiento ha creado. Y el crecimiento de la extrema derecha bebe de la mentira que esconde ese mismo modelo imposible de crecimiento pretendidamente perpetuo.

Cambiar de hábitos de consumo, renunciar a ciertos privilegios… carece de perspectiva sistémica: para muchas personas en el mundo, especialmente en el sur global —sin olvidar que hay bolsillos del sur en el norte y viceversa—, es simple y llanamente imposible. La «renuncia» no es una opción.

Solo con alternativas realmente transformadoras y asumiendo el reto de la organización colectiva podremos llegar a, como mínimo —quizá sea ya la mejor opción disponible—, adaptarnos mejor a un cambio que no es que vaya a llegar, es que ya está aquí: el decrecimiento, entendido no como una mera reducción del PIB, sino como una reorganización radical de la economía. Habrá sectores, como el de la agricultura ecológica o la sanidad, que igual deberán crecer. Habrá países que también tendrán que hacerlo. Necesitamos políticas que aseguren sectores clave y garanticen el acceso universal a derechos básicos como la salud, la educación, la alimentación y la energía. Cambios estructurales que tienen que apostar necesariamente por políticas de redistribución de la riqueza. Aunque la desigualdad esté creciendo, esa tendencia puede cambiar muy rápido.

 
   El decrecimiento, entendido no como una mera reducción del PIB, sino como una reorganización radical de la economía. .   
 

Los cambios que tenemos que lograr en poco tiempo tienen que apuntar también hacia la democratización y hacia la relocalización de una parte de la toma de decisiones. Recientemente estoy viendo más nítidamente que nunca cómo «funcionan» las cosas desde dentro. Aún me reafirmo más en mi posición de que necesitamos apostar por formatos que hibriden la participación ciudadana y la voz de la mejor ciencia disponible. La forma de hacer política debe cambiar. Y ese tipo de cambios, no los vamos a lograr con nuestros actos individuales.

Juan Bordera

Periodista y activista

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