Horacio Machado Aráoz

Al evaluar nuestra situación actual, sostengo que ya hemos dado por terminada la Era Cenozoica de los sistemas geobiológicos del planeta. Sesenta y cinco millones de años de desarrollo de la vida han terminado. La extinción está teniendo lugar en todos los sistemas de vida a una escala sin precedentes desde la fase terminal de la Era Mesozoica.

La renovación de la vida en un contexto creativo requiere que se produzca un nuevo período biológico, un período en el que los seres humanos habiten la Tierra de forma mutuamente enriquecedora. Este nuevo modo de ser del planeta lo describo como la Era Ecozoica…

Para que esto surja hay condiciones especiales requeridas por parte del humano, ya que, aunque esta Era no puede ser un período de vida antropocéntrico, puede nacer solo bajo ciertas condiciones que conciernen dominantemente a la comprensión, elección y acción humanas. (…)

La primera condición es comprender que el universo es una comunión de sujetos, no una colección de objetos.

Thomas Berry, La era ecozoica, 1991.

 

 

El maravilloso misterio de la vida se nos presenta a diario, en los actos aparentemente más simples y casi que rutinarios. Su complejidad incomprehensible, inabarcable y su deslumbrante potencial de goce, de disfrute de sus exquisitos sabores, se nos brinda a cada rato, varias veces al día, cotidianamente, desde que nacemos hasta que morimos, en el mero acto de preparar la comida y de comer.[1] Acto que condensa la profunda hendidura geológica y la avezada aventura política que nos hizo como especie.

Alimentarnos es conectarnos al mundo; integrarnos a la comunidad de vida. La vida como unidad-en-común se nos revela, se nos manifiesta y se nos materializa en el cotidiano acto de comer. Como acto vital, comer es (aprender a) hacernos parte y partícipes de la compleja trama universal de elementos, seres y procesos a través de los cuales se nos con-vida la energía cósmica que nos constituye, nos anima y nos sostiene en cuanto organismos específicos; en cuanto especie material y espiritualmente ligada a la totalidad espacio-temporal que conforma la biodiversidad terráquea.

 
Comer es abrirnos y hacernos parte de la milmilenaria danza de elementos fundamentales que conforman la partitura histórica de la vida terráquea.
 

Comer es comulgar: un acto eminentemente político y religioso, sacramental, por el cual nos unimos a la existencia como la totalidad compartida que nos contiene; es abrirnos y hacernos parte de la milmilenaria danza de elementos fundamentales que conforman la partitura histórica de la vida terráquea.  Integrarnos como un miembro más, misteriosa y gratuitamente convidados a la comunidad biótica-geológica de seres que participan del fluir hidro-mineralógico de la vida. En cada comida, la vida se nos brinda como don comunal. En cada bocado, la energía cósmica nos atraviesa, nos enhebra y nos (re)liga al tejido orgánico —inseparablemente material y espiritual— vibrante y sintiente de Gea, esta, nuestra Tierra; nuestra Casa-Común; nuestro planeta-útero y cobijo, el único cuerpo celeste con semejante atributo: el de ser un planeta vivo, capaz de gestar y contener una Gran Comunidad de comunidades con-vivientes.

Nos empezamos a hacer humanos en tanto y en cuanto empezamos a aprender a procurar y preparar nuestra propia comida. Al cocinar, se fue «cocinando» también la especie Homo. Las condiciones biológicas y los requerimientos somáticos se fueron entrelazando con colaboraciones de otras especies vecinas y compañeras.[2] Junto a ellas, también fueron co-emergiendo aprendizajes específicos; en el arte de co-habitar, fuimos desarrollando nuestras propias habilidades socioculturales: nuestras formas específicas de percibir, sentir, comunicarnos, co-laborar/con-vivir…

 

 
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El lar. Calentando el horno con bolina para hacer pan. Foto: Eliezer Godoy

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Amasando la masa buena. Foto: Eliezer Godoy

El salto alimentario

En principio, nuestras ‘dis’-capacidades homínidas fueron un factor decisivo, determinante para el desarrollo de nuestras facultades ya humanas. Para poder comer (y, por tanto, subsistir) debimos, antes, aprender a cooperar: a trabajar en conjunto, coordinada y colectivamente. Debimos aprender a sumar y a integrar fuerzas y habilidades en común, para poder cazar; para poder protegernos y también alimentarnos. En función de esa necesidad de coordinar esfuerzos, se fue desplegando nuestro lenguaje específico; y el desarrollo de las facultades lingüísticas y de nuestras operaciones neurológicas demandó dietas más exigentes y complejas.

Decisivamente, ese «salto alimentario» solo pudo lograrse mediante el desarrollo de una cualidad sociocultural: el aprendizaje de la reciprocidad y la comensalidad, el grado más profundo e intenso, más distintivo e intrínseco a nuestra condición. Hay que llamar la atención sobre este acontecimiento decisivo para nuestra evolución, pues, «compartir alimentos implicaba un grado de cooperación que no existe en primates no humanos contemporáneos y que seguramente no existía entre sus ancestros, excepto en casos aislados. Se trata de un atributo que implica cooperación entre individuos y también nuevos niveles de comprensión y confianza en las motivaciones de los otros».[3] En efecto, empezamos a nacer como especies al aprender a compartir el pan; a hacernos propiamente com-pañeros de especie, a reconocernos como iguales y a tratarnos con reciprocidad, en torno al cum panis: a «comer del mismo pan», «quienes comparten su pan con-».

Desde nuestra más temprana edad como especie hasta nuestros días, compartir la comida es la expresión más sublime de confianza y la forma más plena de la celebración y la fiesta que nos caracteriza como humanus (el sufijo -anus indica la procedencia, la tierra de origen; y humus, es la tierra en sí). El fuego que sirvió para la cocción de comidas más complejas, sabrosas y nutritivas, cocinó también un tipo de relaciones, de confianza y mutualidad que sería decisivo para la mera subsistencia y más allá, para una idea de «calidad de vida», centrada en el disfrute compartido.

El proceso de hominización no fue sino el resultado emergente de la interacción metabólica, políticamente producida, entre Tierra y Trabajo (Naturaleza genérica y Naturaleza específicamente humana) principalmente orientado a la procuración del propio sustento. En la procuración de la propia comida, los seres humanos han debido, primero, crear una forma de producción-en-común: la vida como producción social —en su nivel específicamente humano— se nos manifiesta como producción de comunalidad; producir una comunidad de productora/es; producir la tierra como fuente común de fertilidad y producir el pan como bien común por excelencia.

La comunidad política se construye eminentemente en torno a la producción del pan. Se define fundamentalmente por los límites (Polis) que integra a aquellos con quienes se comparte el pan. El límite es una necesidad ecológica y política, pero no separa, sino que es un requisito para sostener la común-unidad arraigada, es decir, la integración entre un pueblo y su territorio. Pues la polis no divide a priori, ni crea fronteras de guerra; solo delimita un territorio apropiado.

Agriculturas para producir en común

La irrupción de la agricultura desde entre 15.000 y 10.000 años atrás, no hizo sino diversificar, enriquecer, ampliar, profundizar y complejizar esos circuitos y esas dinámicas tróficas -hidro-energéticas. Al aprender cada vez más el maravilloso lenguaje de la fotosíntesis y poder direccionarla en el sentido de la producción de nuevos saberes y sabores, la especie humana, esparcida en la vasta geodiversidad terráquea fue re-escribiendo la corteza y la faz entera del planeta, creando una gea-grafía ya propiamente agro-cultural. Al reconducir la energía química creada gratuitamente por nuestras hermanas plantas hacia nuevos seres y destinos, la aventura de la vida se fue haciendo más sabrosa; la humusidad de la Tierra fue cobrando formas cada vez más precisas y asombrosas. La(s) agricultura(s) no es —me parece— un hito que marca los orígenes del «Antropoceno» como algunos erróneamente han planteado, sino, diría, todo lo contrario: fue otro umbral decisivo en ese proceso cosmogenésico de hominización-humanización de Gea, o —si se prefiere— de socialización de la Naturaleza.

 
  La diversidad de las dietas, de los sabores y de los saberes fueron una forma específicamente humana de socializar la Tierra.  
 

Las agriculturas (porque nunca hubo hasta el peligroso intento moderno, prácticas agrícolas que pudieran simplificarse y uniformizarse) fueron las formas específicamente humanas de poblar la tierra. La diversidad de las dietas, de los sabores y de los saberes fueron una forma específicamente humana de socializar la Tierra; la humanidad de lo humano se fue correlativa y simultáneamente, dialécticamente, desarrollando (diría mejor, brotando y floreciendo) con, por y a través del cultivo de la tierra.

La cuidadosa reconstrucción y reconsideración crítica, meticulosa y agudamente perceptiva del papel de las agriculturas y de emergencia originaria de los sistemas agroalimentarios en la historia de la humanidad es un campo de interés epistemológico y político clave para nuestro tiempo.

Antropológica y geológicamente, en este tiempo de colapso civilizatorio (la crisis definitiva y terminal del mundo colonial del capital) que estamos transitando, queda a la vista la centralidad ontológico-política que tiene el modo cómo las sociedades humanas resuelven el desafío de producir y cubrir sus requerimientos energéticos.

Revisar nuestros orígenes nos permite tomar consciencia y dimensión de los trastornos del presente. Y no nos referimos solo a la gran crisis alimentaria que se esparce sobre las poblaciones humanas, afectadas por una letal combinación de hambre, desnutrición, malnutrición, obesidad y etiologías mórbidas directamente vinculadas a la (mala) alimentación; a las pandemias desatadas y al estado estructural de sindemia mundializada por y a causa del modelo agroalimentario global. Ni aludimos solo a la crisis climática y de la biodiversidad, uno de cuyos principales vectores hunden sus raíces en aquel dicho modelo. Sino que aludimos a la dimensión política de toda esta sintomatología de la crisis civilizatoria en la que nos hallamos inmersos: la crisis aguda de la convivencialidad en la que se hallan inmersas las sociedades contemporáneas.

Si aprender a compartir el pan fue clave para construirnos biológica y políticamente como especie, desaprender por completo esa práctica fundacional sería, con toda certeza, una vía ruin hacia nuestra propia extinción. La degradación de las prácticas de comensalidad, de nuestros modos contemporáneos –hegemónicos- de producir y consumir los alimentos, es la degradación misma de nuestros cuerpos, de nuestros suelos y nuestros cielos; de la materialidad de la vida y su salubridad, y de la espiritualidad y politicidad de las religaciones que hacen a nuestra convivencia cotidiana, tanto al interior de las propias sociedades humanas, como entre estas y el resto de nuestras especies compañeras (porque dentro de la Tierra, todas las especies comemos de la misma mesa).

Asimismo, es una refutación contundente a quienes equivocadamente han pretendido señalar a «la agricultura» como la responsable originaria del «Antropoceno»,[4] hipótesis refleja de la misma arrogancia colonial psedo-universalista que impregna a la propia noción de «Antropoceno». En todo caso, por el contrario, los orígenes del actual estado catastrófico del mundo, no cabría buscarlos en el inicio de la agricultura, sino en el proyecto eco-genocida que pretendiera acabar y poner fin a las prácticas agroculturales alrededor del mundo, y aplastarlas bajo el monolítico peso imperial de la explotación industrial de la tierra.

El régimen de plantación

La mercantilización del alimento es un acontecimiento geológico-político de naturaleza sacrílega: la mercantilización del pan, es su profanación. El factor detonante de los profundos trastornos geosociometabólicos que hoy embargan y asfixian la vida en la Tierra y de la Tierra. La mercantilización del pan, es la mercantilización de la Tierra y del Trabajo. Es la raíz de la impostación de la barbarie como «Civilización» que hoy subyuga a las sociedades humanas.[5] La mercantilización del pan es la disolución de la comunidad política; la insoslayable degradación de la Tierra como gran comunidad de seres con-vivientes.

Desde nuestra perspectiva, el «molino satánico» de la mercantilización, la gran fractura geometabólica de objetualización y privatización de la tierra, empieza a operar triturando primero a los pueblos del Maíz en el largo siglo XVI. El resto es una historia conocida: el derrotero apocalíptico de la expansión del régimen de Plantación a costa de los pluriversos agroculturales.

Con aguda lucidez Anna Tsing y Donna Haraway hablan de Plantacionoceno para designar esta, nuestra era. Como tecnología de poder pensada y diseñada para esquilmar la tierra y el trabajo, la Plantation esparce su cono de muerte sobre el mundo de la vida, envenenando el pan y disolviendo comunalidades ancestrales.

 
  La plantación no tiene nada que ver con cuidado y cultivo, con crianza y nutrición, sino con explotación como medio de acumulación.  
 

El régimen de plantación es malversación de las energías vitales. No es agricultura, sino su antítesis: es un modo de destrucción del mundo agrocultural. No refiere al arte humano de cultivar la tierra, cultivándose a sí mismo; ni al manejo sabio de la fotosíntesis como nutriente de simpóiesis, sino a la explotación descomunal de las reservas carboníferas como medios de acumulación de valor abstracto que todo lo envenena: los cielos, los suelos, las aguas y los cuerpos. La plantación no tiene nada que ver con cuidado y cultivo, con crianza y nutrición, sino con explotación como medio de acumulación. Mercantilización del pan: destrucción de la comunidad política de la Tierra; degradación de la humusidad.

Al desencubrir este trágico derrotero, el desafío, la invitación es no a mirar pasivamente el espectáculo necroeconómico del Plantacionoceno, sino a contemplar comprometidamente el mundo; a saber mirar/sentir y aprender a cuidar las prácticas agroculturales que subsisten en los márgenes y los suelos contrahegemónicos que todavía cultivan la comunalidad y, producen el alimento que nutre los horizontes de otros futuros posibles. De nosotras depende que podamos gestar una nueva Era; una era en la que vivamos como una gran comunión de sujetos.

Horacio Machado Aráoz
Equipo de Ecología Política del Sur (IRES, CONICET-UNCA)

 

Este texto es una versión adaptada del prólogo al libro Teoría política de la comida, de Leonardo Rossi (2023).


[1] Un síntoma trágico del estado contemporáneo de alienación y sobre-explotación generalizada sobre el que se asienta el modo de vida industrial-mercantil urbanocéntrico hegemónico, resulta del hecho de los millones de personas que diariamente comen, habiéndose ‘salteado’ el momento crucial de preparar su propia comida; los millones que viven en este mundo sin siquiera haber aprendido a cocinar. Tanto más trágico es, por cierto, el estado contemporáneo de sobre-explotación generalizada que tenemos de trasfondo, cuando observamos los millones de personas que sobreviven con hambre diariamente; con hambre crónico y con miedo, ya a no tener qué comer; ya a lo que tienen para comer.

[2] Haraway, Donna (2019). Seguir con el problema. Bilbao: Consonni.

[3] Patterson, Thomas (2014). Karl Marx, antropólogo. Barcelona: Bellaterra.

[4] McClure, Sarah (2013). Domesticated Animals and Biodiversity: Early Agriculture at the Gates of Europe and Long-term Ecological Consequences. Anthropocene 4(2).

[5] Cesaire, Aime (2006) [1949]. Discurso sobre el colonialismo. Madrid: Akal.

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