El papel de las organizaciones campesinas en el difícil proceso de paz en Colombia

Francesco Facchini

Rio Guejar Henry Ortiz

Río Güejar | Foto: Henry Ortiz

Estoy muy agitado. No llevo ni una semana en esta zona remota del departamento del Meta —en la llamada Colombia profunda— y ya tengo la oportunidad de presentarme enfrente de la asamblea general de Agrogüejar, la Asociación Campesina de Agricultura Agroecológica y Comercio Justo en la cuenca del río Güejar y de quienes lideran las quince comunidades de la Zona de Reserva Campesina del Güejar-Cafre. Les explico que vine aquí desde Copenhague para llevar a cabo la investigación de mi Maestría en Desarrollo Agrario. Cuando acabo mi intervención, miembros de la junta directiva de la asociación me dan las gracias y subrayan que sería importante que las historias de sus comunidades llegaran hasta Europa, considerando cómo fueron aislados y olvidados por todo el mundo. Respiro aliviado; me aceptan y tienen interés en colaborar en la investigación.

Una hora después, alguien más llega a la asamblea para presentarse. Es afrocolombiano, lleva la ropa de un campesino cualquiera, pero con una expresión hostil y una mirada torva. El hombre empieza un discurso rábido en contra de Agrogüejar que acaba con una amenaza: «¡Aquí hay algunas personas que o se van de la región o se mueren! Es así de simple».

Dificultades de un proceso de paz

 
   Desde la firma de los acuerdos de paz, más de setecientas personas, líderes sociales, fueron asesinadas en el país, unas ochenta solamente durante mi investigación.   
 

En 2016, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) firmaron unos acuerdos de paz con el gobierno nacional después de largas negociaciones en La Habana (Cuba). Había una sensación generalizada de esperanza tras más de medio siglo de conflicto armado y derramamiento de sangre. Pero, poco después, los acuerdos fueron rechazados por el 50,2 % de los votantes en un referéndum convocado por el presidente Manuel Santos. Desde entonces, y en particular desde que el uribismo de ultraderecha de Iván Duque subió al poder en 2018, el tratado de paz se ha erosionado por todos lados.

El gobierno actual está controlado por un partido liderado por Álvaro Uribe —expresidente conocido por su puño de hierro contra la guerrilla y sus conexiones con las élites nacionales y los grupos paramilitares—, que se opuso directamente a las negociaciones de paz. Los efectos de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) —un conjunto de iniciativas de desarrollo rural propuestas en el tratado para la realización de la reforma agraria— apenas se notan en el campo. El plan para apoyar la sustitución de cultivos ilícitos sufrió retrasos y fracasos, y las comunidades exguerrilleras viven en condiciones precarias. Al retrasar y obstaculizar algunos de sus proyectos más importantes, el actual presidente Iván Duque —a menudo representado como un títere de Uribe— está, de hecho, trabajando para una «desimplementación» del tratado de paz. Respetar los acuerdos implicaría una reforma social y económica que los grupos más poderosos en el país no aprobarían.

Mientras tanto, diferentes grupos armados están todavía activos en el país: algunos comandantes de las FARC no aceptaron el proceso de paz y empezaron un movimiento disidente, el Ejército de Liberación Nacional —la otra histórica guerrilla izquierdista— y los distintos grupos paramilitares definidos como «bandas criminales emergentes» han tomado el control de los mercados del narcotráfico y de otros recursos.

 
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Soldados patrullando Puerto Toledo, el pueblo considerado la “capital” del Güejar-Cafre. | Foto: Francesco Facchini

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Sede de la Zona de Reserva Campesina Güejar-Cafre. | Foto: Francesco Facchini

 

Durante mis tres meses en el Meta, pude ver con mis propios ojos que se estaba desarrollando una guerra silenciosa contra los beneficiarios previstos por los acuerdos: las comunidades rurales y sus organizaciones. Amenazas similares a las que escuché en esa asamblea de Agrogüejar son habituales para quienes proponen alternativas a la economía ilícita que sostiene los grupos armados. Desde la firma de los acuerdos, más de setecientas personas, líderes sociales, fueron asesinadas en el país, unas ochenta solamente durante mi investigación. Ni siquiera el confinamiento convocado para enfrentar la reciente pandemia del coronavirus ha podido parar los «escuadrones de la muerte», que al contrario aprovecharon el cierre para matar algunos activistas en sus propias casas.

Pero, a pesar de todo, las comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes, las organizaciones de las guerrillas desmovilizadas y una parte de la sociedad urbana siguen su lucha por el cambio social en Colombia. En el campo, estructuras comunitarias como Agrogüejar y las Zonas de Reserva Campesina no se limitan a demandar la implementación de los acuerdos: se han puesto manos a la obra.

El abandono del Estado y las organizaciones comunitarias

Conduzco mi moto entre pastos y selva siguiendo a Digno, un líder afrodescendiente y con una risa contagiosa, que quiere enseñarme las jornadas de trabajo colectivo de su comunidad. Tomamos un guarapo con un grupo de campesinos que está reparando la carretera. Después de una acalorada discusión sobre cómo podría llevarme una botella de la tradicional bebida fermentada a Europa, me explican que hay más gente arreglando las vías en otros puntos, mientras mujeres y jóvenes pintan y limpian la escuela de la vereda: «Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?»

Estas regiones de Colombia fueron colonizadas por un campesinado que huía de la violencia y la pobreza en otras partes del país. Las selvas se abrieron y poblaron gracias al hacha y el machete, sin ningún tipo de apoyo del Estado. La falta de servicios e infraestructuras públicas volvía muy difícil la salida de productos agrarios, facilitando, de hecho, la transición a economías ilícitas y la llegada de grupos armados. Rodrigo, que lleva más de cincuenta años en la región, relata: «Nunca recibimos una ayuda verdadera desde el Estado, el único proyecto que trajeron fue la militarización y la violencia».

Sin embargo, el vacío que las instituciones dejaron históricamente en la provisión de servicios fue ocupado por las organizaciones comunitarias. Rodrigo me explica que hubo un momento en que las familias colonas campesinas se dieron cuenta de que para sobrevivir y progresar en sus condiciones de vida —educación, atención médica y vías— tenían que organizarse. Se formaron las primeras Juntas de Acción Comunal (JAC), espacios donde tomar decisiones y organizar jornadas colectivas para construir escuelas y carreteras. Don Pascual, otro fundador, recuerda cómo en la primera vereda (población) de la región, Caño Alfa, se decidió construir una escuela: «Todos contribuyeron con madera, trajimos a un maestro de afuera y le pagamos». Desde la formación de la JAC en Caño Alfa en 1959, las escuelas fueron el motor de la formación de nuevas veredas y juntas, cuyo número aumentó a medida que se establecieron nuevos campesinos.

Las organizaciones comunitarias se proponen como espacios para fomentar la acción colectiva y a la vez son sujetos con autoridad en la región. La problemática del coronavirus demostró otra vez el papel de las JAC, que emitieron una serie de normas para la prevención del contagio y se ocuparon directamente de controlar el acceso y la salida al territorio de mercancías y personas.

Respuestas campesinas al conflicto: Agrogüejar y la Zona de Reserva Campesina

Mis entrevistas y charlas en el Güejar están llenas de cuentos de cuando las fumigaciones aéreas de glifosato, bombardeos, tiroteos, torturas y represión eran parte del día a día, en los primeros años 2000, durante los gobiernos de Álvaro Uribe. En esos momentos las comunidades sintieron la necesidad de crear nuevas respuestas organizativas y en 2004 las JAC de quince comunidades se reunieron en la Asociación para la Agricultura Agroecológica y el Comercio Justo en la cuenca del río Güejar (Agrogüejar).

William Betancourt, presidente de la asociación, me cuenta cómo «comenzó como una alternativa frente a la erradicación de cultivos de coca en la región». Decidieron conformar una Zona de Reserva Campesina (ZRC) con figuras legales que regulan la propiedad y el uso de la tierra para estabilizar la economía campesina, evitar la expansión de la frontera agraria, neutralizar la concentración de la propiedad y promover funciones de amortiguación para los parques naturales. Uno de los elementos más importantes para las ZRC es la institución de la unidad agraria familiar (UAF), un número estimado de hectáreas que permite el mantenimiento y la producción del excedente necesario para obtener condiciones de vida dignas de la unidad familiar.

 
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Unos campesinos arreglan una carretera como parte de una jornada de trabajo colectivo en la vereda Palmeras. | Foto: Francesco Facchini

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Asamblea de Junta de Acción Comunal en la vereda Santa Lucía. | Foto: Francesco Facchini

 

Gracias al trabajo de la Asociación Nacional de Reservas Campesinas, que está conectada con el movimiento global de La Vía Campesina, las ZRC siguen constituyendo alternativas organizativas para las comunidades colonas-campesinas, a pesar de que los gobiernos uribistas desacreditaron y socavaron esta figura. En el caso del Güejar-Cafre las comunidades se reunieron para elaborar de forma participativa su Plan de Desarrollo Sostenible (PDS) donde la agroecología y la soberanía alimentaria están en el centro, junto a la garantía de los derechos básicos y la mejora de las condiciones de las mujeres, en muchos casos, todavía relegadas al hogar.

En colaboración con agencias públicas y con el apoyo de la Unión Europea, en 2007 Agrogüejar consiguió que se erradicaran voluntariamente más de dos mil hectáreas de cultivos de coca y se asignaran más de setecientos títulos de propiedad campesina. A pesar de las dificultades y los fallos, gracias a la gestión de la asociación y los aportes de entidades internacionales y nacionales, las condiciones en la región mejoraron notablemente.

Iniciativas de desarrollo y paz

Casas vacías y campos abandonados forman parte del paisaje que atravieso cada día para entrevistar líderes o participar en reuniones. Desde que se abandonó el cultivo de la coca, la mayoría de jóvenes se fueron de la región en busca de nuevas oportunidades. Sobrevivir de la agricultura en un área tan aislada es un reto debido a los costos de transporte y los precios bajos de mercado en las ciudades cercanas. La mayoría siembra pasto porque el ganado tiene mejor precio y es más fácil moverlo a la ciudad; «las vacas caminan, el maíz no», me dice un campesino. Sin embargo, al necesitar grandes espacios y con los crecientes problemas de escasez de agua, la ganadería extensiva ya está mostrando su insostenibilidad.

Esta fragilidad de la economía campesina se está manifestando otra vez en la presente pandemia. Aunque las condiciones de aislamiento probablemente hayan contribuido a la falta de contagios en la región, las consecuencias económicas de la crisis en las ciudades están afectando a las comunidades campesinas. Las ayudas básicas que los gobiernos locales proporcionan a algunas familias no llegan a compensar las dificultades en la comercialización agudizadas por el confinamiento.

Frente a todas estas condiciones de vulnerabilidad, el proceso de paz constituye una coyuntura en que Agrogüejar y Corpoamem consiguen adjudicarse recursos para realizar sus iniciativas. Por ejemplo, durante mi trabajo de campo pude observar el proyecto Macarena Sostenible con Más Capacidad para la Paz (Mascapaz), que involucra a comunidades campesinas y exguerrilleras en el departamento del Meta. La iniciativa está financiada por la Unión Europea y promueve la agroecología. Líderes sociales y exguerrilleros se reúnen con personas expertas para debatir sobre los detalles de los acuerdos de paz y lo que implican para ellos. A pesar de que la idea de desarrollo rural basada en proyectos de corta duración a menudo presente muchas limitaciones, iniciativas como esta muestran que las organizaciones locales pueden apropiarse de recursos de cooperación internacional para alcanzar sus objetivos. Como me explica Flor, una de las pocas mujeres presidentes de JAC, cualquier proyecto depende de la aprobación de la asociación y de las juntas, que determinan si se refleja en las líneas marcadas colectivamente en el PDS. En este caso, las organizaciones campesinas se están ocupando directamente de su implementación.

Aunque, desafortunadamente, no podré subir una botella de guarapo al avión, me voy del Güejar sabiendo que es posible pasar «del fusil a la pala», y que los cultivos de coca ya no volverán a esas regiones. A pesar de las dificultades del proceso de paz en Colombia, Agrogüejar y la ZRC demuestran que es viable construir un modelo de desarrollo alternativo desde abajo, inspirado en la agroecología y la soberanía alimentaria. Considerando que el conflicto armado se originó por la cuestión agraria y de tenencia de la tierra —y se intensificó a causa de los cultivos ilícitos—, al promover este modelo, las comunidades rurales colombianas ya están construyendo la paz en el país.

Francesco Facchini

Investigador

 



Este número cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo

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