Ecos indígenas y campesinos de una rebelión andina

Alberto ACOSTA y John CAJAS GUIJARRO

DavidSegarra corbelles

Hoces en el riurau de Massarrojos (L’Horta, València). Foto: David Segarra

La rebelión que los Andes ecuatorianos vivieron en octubre de 2019 sacudió las bases de una sociedad inequitativa e injusta que puso a temblar a las viejas y conservadoras formas de entender el sufrimiento de los pueblos explotados y marginados de la historia. Y desde esos mundos —excluidos o en aparente descomposición— han surgido resistencias y respuestas capaces de alimentar nuevas visiones transformadoras.

 

 

En efecto, octubre evidenció el gran potencial de rebeldía que aún pervive en diversos elementos comunitarios, tanto rurales como urbanos. La lucha popular, una vez más, ha cuestionado el poder y ha reinventado nuevos caminos para pensar y construir otras formas de resistir y re-existir. Esa lucha se sustenta en «girones de comunidad» (en palabras de Rita Segato) en ciudades y en ámbitos rurales, con insurgencia de movimientos sociales —indígenas a la cabeza— y vigorosas multiplicidades de grupos organizados.

Es innegable que crecientes segmentos de la población indígena y campesina han sido y son aculturizados, absorbidos por la lógica mercantil capitalista. Al ahondarse la migración campo-ciudad se profundiza el distanciamiento de las comunidades indígenas de origen, al tiempo que las lógicas propias de la urbanización se instalan en el campo. Sin embargo, y pese a haber vivido toda una década de sostenida represión a los movimientos sociales en general y al movimiento indígena en particular, durante el gobierno «progresista» de Rafael Correa, la respuesta rebelde del mundo indígena fue potente. A tal punto llegó su potencial, que pudo presionar una negociación directa con el gobierno ecuatoriano y hasta convocar la elaboración de una alternativa económica popular que —aun con todas sus limitaciones— sin duda terminará siendo un referente para futuras propuestas transformadoras.

Pobreza y exclusión agravadas en el campo

Históricamente, el Estado ha sido y es incompetente para proteger los territorios indígenas y campesinos, siempre excluidos y periféricos. Para colmo, ese mismo Estado es cómplice de capitales nacionales y transnacionales empeñados en apropiarse de campos, páramos y selvas, sea desde los desbocados extractivismos o los agronegocios. Como resultado, el Estado carece de políticas serias para atender la producción campesina, fortalecer la economía indígena y consolidar la soberanía alimentaria. La marginación en el campo es constante, con comunidades sin energía eléctrica, sin agua potable y sin otros servicios básicos. Sus expectativas de salud y vida son extremadamente bajas. Además, la educación escolar es mínima, individualizante y claramente orientada a debilitar las comunidades.

La pobreza ahoga la vida campesina y rural. Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) a diciembre de 2019 la pobreza siempre fue mucho mayor en la ruralidad que en el mundo urbano. Por ejemplo, la pobreza extrema llegó a 8,9 % a nivel nacional, 4,1 % en ciudades y 18,7 % en el ámbito rural. En cuanto a la pobreza multidimensional, la tasa fue de 38,1 % a escala nacional, 22,7 % en las ciudades y 71,1 % en lo rural: es decir, 7 de cada 10 habitantes del campo son pobres.

Además de esta asimetría, en Ecuador persiste una marcada desigualdad en la distribución de la propiedad en general, y de tierra y agua en particular. Algunas estimaciones con información primaria del INEC indican que en 2017 el índice de Gini de distribución de la tierra llegó a unos 0,8 puntos (donde un valor de 1 sería la máxima desigualdad). Por su parte, en términos superficiales, el 2,3 % de las unidades productivas es propietario del 42 % de la tierra cultivable, con más de 100 hectáreas, orientadas mayormente a la exportación. Mientras, el 63 % de las unidades productivas agrícolas, sobre todo de propiedad indígena y campesina, constituye solo el 6 % de la superficie, la gran mayoría de menos de una hectárea.

Justamente las pequeñas unidades productivas de menos de cinco hectáreas —sobre todo a cargo de mujeres— satisfacen el 65 % de la canasta de alimentos de consumo básico. Esta realidad choca de forma lacerante con la desnutrición en el campo: un 38 % de niños y niñas de 0 a 5 años la padece en las zonas rurales y un 40 % en los territorios indígenas; una infamia para un país tan biodiverso y repleto de potencialidades.

A contrapelo de la dura realidad campesina e indígena, hay tendencias cada vez más favorables para la gran producción agrícola industrial y exportadora: se entregan cuantiosos beneficios a importadores de agroquímicos, a grandes comercializadores y a productores industriales de alimentos, apoyando la agricultura altamente tecnificada y las prácticas agrícolas no sustentables. Se subvenciona a agricultores que impulsan técnicas «modernas» de cultivo, por ejemplo, para producir arroz y maíz; las ayudas consisten en semillas, fertilizantes y agrotóxicos. La concentración en la comercialización de alimentos procesados es inaudita: tres cadenas comerciales controlan el 91 % del mercado.

Por otro lado, conglomerados del mundo de los agronegocios controlan paquetes tecnológicos de semillas y fertilizantes, asesoría tecnológica, mercadeo y financiamiento, apropiándose del esfuerzo del campesinado. Así, prácticamente controlan la tierra sin ser sus propietarios, sin correr los riesgos propios de la agricultura, sin sudar en la siembra ni sufrir por la cosecha. Para colmo la producción campesina está atada a cadenas de intermediación con posiciones de poder en el mercado y que imponen precios adversos a productoras y consumidoras.

En paralelo, sistemáticamente se margina y cuestiona el potencial revolucionario y productivo de una profunda transformación agraria que rompa la concentración de la tierra y del agua, como manda la Constitución de Montecristi de 2008. Además, los pequeños emprendimientos comunitarios agrícolas son menospreciados. Basta recordar las palabras del expresidente «progresista» Rafael Correa —gran promotor del extractivismo megaminero y de la agroexportación— el 1 de octubre de 2011: «la pequeña propiedad rural va en contra de la eficiencia productiva y de la reducción de la pobreza... Repartir una propiedad grande en muchas pequeñas es repartir pobreza»; clara expresión en contra del campesinado y, por ende, en contra de la soberanía alimentaria, un mandato constitucional pendiente y urgente.

En definitiva, las acciones y decisiones gubernamentales reducen o «simplifican» la soberanía alimentaria a unos pocos proyectos propobres «residuales», en lugar de abrir amplias transformaciones que incluyan, para empezar, una reforma agraria integral. En paralelo, son cada vez más descarados los intentos transnacionales de monopolizar el acceso a las semillas, como sucede con el irrespeto a la prohibición del uso de transgénicos planteado en la Constitución.

Esta situación se complica con las múltiples violencias policiales, jurídicas, simbólicas y psicológicas a las que se enfrentan las comunidades directamente afectadas por los megaproyectos vigentes en el Ecuador, violencias que no son una mera consecuencia de tales actividades, sino una condición necesaria para su cristalización. Se han registrado desde la imposición a sangre y fuego de la megaminería en provincias amazónicas y serranas, hasta el abierto irrespeto gubernamental a decisiones democráticas del pueblo expresadas en las urnas (como la consulta constitucional del 24 de marzo de 2019 en Girón, un cantón andino, donde casi un 87 % de los votos fue contrario a la minería).

En estas duras condiciones que apenas logramos describir, «las comunidades sobreviven porque han conseguido mantener una organización coherente y propia», sintetiza Eliana Almeida, profunda conocedora del mundo indígena. Una organización que, ante una realidad tan indignante y explosiva, terminó dando a ese mundo indígena un protagonismo en la rebelión andina de octubre de 2019.

Las comunidades como base de resistencia y reexistencia

La lista de problemas y frustraciones acumulados por el mundo indígena campesino es larga y aun con todo en contra, octubre se llenó de múltiples protestas liberadoras: indígenas, feministas, laborales, estudiantes y demás grupos populares movilizados sin nada que perder, pues hasta el futuro se les ha robado.

De esa tensión entre grandes sectores populares y los grupos y estructuras que buscan sostener la dominación, no emergen salidas democráticas claras. El Estado aumenta su arsenal represivo y recorta inversiones sociales. En particular, los perros guardianes del poder burgués apelan a la militarización de la política en Ecuador y en toda nuestra América, y la democracia centrada en las urnas denota cada vez más su inutilidad. Las respuestas a la rebelión de octubre han despertado los más conservadores, retrógrados y nauseabundos sentimientos de las élites empresariales, políticas y hasta periodísticas. Como ejemplo, el discurso oficial intentó posicionar el mensaje de que las protestas buscaban generar un golpe de Estado: una falacia, pues la movilización popular denunciaba la situación económica y social, y las medidas fondomonetaristas, en especial la eliminación del subsidio a los combustibles propuesto sin ningún análisis serio de los potenciales efectos en la economía popular y sobre todo en las limitadas capacidades de producción campesina e indígena, y que finalmente fue derogado.

Semejante complejidad también denota el agotamiento de la acumulación capitalista y de sus sistemas políticos en América Latina —sean progresistas o neoliberales— sustentados en estructuras injustas, coloniales y forzados a niveles explosivos por las demandas insaciables del capitalismo global, que perpetúan a nuestros pueblos como economías primarias exportadoras, siempre vulnerables y dependientes. Además, la población de a pie sufre un estancamiento económico de años, padece el aumento de la pobreza, sin esperanzas de un mañana mejor, sin participar democráticamente en la toma de decisiones, mirando cómo grandes grupos locales y transnacionales —junto con burocracias y élites doradas— se lucran de millonarios beneficios (incluso derivados del robo y la corrupción).

Frente a las respuestas de los grupos dominantes, los grupos históricamente oprimidos abren cauces para construir propuestas y acciones comunitarias de quienes viven —o al menos imaginan— un mundo de libertades plenas, viable cuando confluyan simultáneamente la justicia social y la justicia ecológica. Es hora de admitir que estas justicias son imposibles dentro de los límites del capital y la dependencia. Lo que se vivió en octubre, ese aflorar de diversos comunitarismos, puede ser terreno para sublevaciones cada vez más profundas y radicales.

Desde abajo hay que pensar y cristalizar otros estados, otras sociedades, otras economías, otras instituciones, otros mundos. Consolidando bases materiales de autosuficiencia, interdependencia y autonomía genuinas habrá incluso más posibilidades para proponer y ejercitar alternativas transformadoras. En la mira está la recomposición de la cotidianidad revalorizando la reproducción de la vida, la convivencia en comunidad, la construcción y defensa de bienes comunes, la autogestión de producción y distribución, la desprivatización y la recuperación comunitaria (no estatizada) de los bienes y espacios públicos. En definitiva, se trata de continuar buscando alternativas para superar aquella perversa opción que entiende que las necesidades son infinitas, que la acumulación material debe ser permanente, que tener más nos hace más felices…, falacias propias de la civilización que hoy nos domina: la civilización del capital.

Urge construir y reconstruir sentidos de vida solidarios y recíprocos, y dicha urgencia pone nuevamente al mundo indígena y campesino como parte de los protagonistas de la historia por construir. Hoy ellos son quienes más pagan los costos de una crisis que no decidieron y son quienes —incluso históricamente— tienen el derecho a exigir una transformación radical. Solo con ellos y con todas las otras voces diversas que se alzaron en octubre, se podrá construir lo que cada vez más parece un elemento crucial para superar a la civilización del capital y superar a la dependencia: una comunidad sublevada.

Alberto Acosta

Economista, profesor universitario y activista ecuatoriano

John Cajas Guijarro

Economista y profesor de la Universidad Central del Ecuador


Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo

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