Entrevista a Lucía Camón, de Pueblos en Arte

Patricia DOPAZO GALLEGO

Lucia

Lucía y el paisaje de Torralba en el documental Soñando un lugar. Foto: Alfonso Kint

«En un sitio tan grande era complicado encontrar un cambio, decidimos buscarlo alejados de la ciudad. Nos dirigíamos a un pequeño pueblo situado en Aragón sin saber lo que allí nos encontraríamos. Sin duda, esta sería una experiencia diferente». Es la voz en off del documental Soñando un lugar, rodado a lo largo de siete años, los que han pasado desde que Lucía, Alfonso y su hija Greta se mudaron a Torralba de Ribota y pusieron en marcha del proyecto Pueblos en Arte. Se colocaron delante y detrás de las cámaras para tratar de entender el territorio que les acogía y para registrar la evolución de su vida personal y profesional. Porque ¿cómo se sigue trabajando el arte en este nuevo contexto? Con dificultades, seguro, pero han sabido hacer que el arte sea permeable, que escuche, se adapte y permanezca atento a lo que sucede, alejado de la neutralidad.

En Torralba de Ribota, un pueblo al borde de la N-234 coronado por su iglesia, una joya del mudéjar; viven poco más de un centenar de personas. «Aquí encuentras los contrastes de la meseta y los secretos escondidos de una tierra despoblada y antigua», dice Lucía. Pertenece a la comarca de Calatayud, una tierra llena de balnearios, ríos subterráneos, huertas y desiertos.

Nos encontramos con Lucía en uno de los actos de presentación de la película que últimamente les hacen salir del pueblo más a menudo, para verlo desde fuera, para regresar después. Nos cuenta que están arreglando una parte de la casa para crear un espacio  destinado a aquellas personas que pasan temporadas en el pueblo desarrollando proyectos creativos. También está a punto de publicar su segundo libro de poesía, donde se plasman estos años de cambios.

 

  ¿Cómo ha cambiado la vida en Torralba tu forma de mirar el mundo?

Noto que han cambiado las prioridades, pero no solo por la vida en el pueblo, sino también por la maternidad y por el proyecto. En mi caso, estar en un pueblo me ha ayudado a vislumbrar mejor lo que me gusta hacer, lo que quiero hacer; a veces en las ciudades hay muchos deseos que te generan confusión, el mercado, la vida social que llevas, todo lo que surge alrededor. De repente, necesitas muchas cosas. Todo eso se ralentiza, ahora mis prioridades están más vinculadas con la tierra. Antes eran unos deseos más relacionados con el arte, con esa belleza inalcanzable; ahora están más agarrados al territorio, que también tiene que ver con florecer y con el arte, pero es algo más cercano, o yo lo siento así.

  ¿Qué es para ti el arte?

Es una conexión con algo desconocido, como si fuera un río que va por debajo, con el que me conecto y consigo crear, decir, escribir, pensar cosas nuevas que hacen que me transforme, yo misma primero y los que están a mi alrededor después. Son esas cosas que suceden gracias a una poesía, a un encuentro o a un proyecto artístico que no esperábamos y que de pronto conecta dos mundos. Todo eso creo que tiene que ver con ese río que está ahí y va creando ese camino que para mí es el arte, que está claro que tiene que ver con la belleza, con cambiar el mundo y con el pensamiento.

  ¿Qué sería entonces Pueblos en Arte?

Siguiendo con la misma metáfora, Pueblos en Arte sería un campo listo para sembrar, una tierra trabajada, fértil, en la que empiezan a pasar cosas y empieza a surgir la vida. Hemos tratado de abrir las puertas, trabajar por que haya una mentalidad más abierta, mejorar los espacios y que todo vaya sumando para convertir el lugar en que vivimos en un lugar en el que suceden actividades culturales. Puede parecer fácil, pero no lo es. Había muy pocas actividades relacionadas con la cultura cuando llegamos, aparte de las fiestas patronales.

 
   Pueblos en Arte sería un campo listo para sembrar, una tierra trabajada, fértil, en la que empiezan a pasar cosas y empieza a surgir la vida.   
 

  Cultura, arte, ocio…, ¿cuál es para ti la diferencia?

Todo se mezcla. En la película se dice que los hombres ya no van juntos al campo. Antes en los pueblos muchas actividades se hacían en comunidad por pura necesidad (la siega, las matanzas, etc.). Ahora hay muy pocos motivos para juntarse, también en las ciudades, entonces yo creo que la cultura se ha convertido en un punto de encuentro, hace comunidad y eso es muy necesario. Pero luego, además del encuentro, sucede un pequeño cambio, una reflexión. Ha habido momentos en mi vida en los que me he quedado fascinada delante de una obra y creo que el arte debe tener esta función transformadora. Ahí entran ya los programadores y las personas que nos dedicamos más al arte, para traer cosas que tengan que ver con la realidad que vivimos. No van a ser las mismas actividades en el centro de Madrid que en Torralba, son necesarias ciertas sensibilidades para saber qué cosas pueden conectar con un lugar y su gente. A mí nunca me ha gustado decir «esto es o no es arte»; busco las cosas que me gustan y me muevo siempre por intuición.

 

¿Qué ofrece Pueblos en Arte a Torralba?

Bueno, todo ha ido surgiendo. Empezamos a rodar la película y a preguntar a la gente. Recuerdo que el tío de Greta había estado allí trabajando un tiempo en unos cuadros en los que salían cosas del pueblo, y organizamos una exposición en las escuelas. También programamos alguna proyección, un recital de poesía con Alfonso tocando la guitarra eléctrica, alguna residencia artística, actuó una bailarina… Partíamos de lo que teníamos, de lo que somos; en ese sentido fue muy honesto, muy poco a poco. Yo creo que a Torralba le proporciona una nueva puerta de entrada, un trajín de gente que antes no existía. Y aporta dos cosas esenciales: gente joven con niños y niñas viviendo en el pueblo en invierno y el cuidado que tenemos hacia la comunidad, que es gente mayor. Eso creo que hay que valorarlo. Es una dosis de ilusión, un motor.

  Ese cuidado hacia la gente del pueblo que se ve en la película ¿ha sido recíproco? No siempre es sencillo relacionarse con personas que vienen de la ciudad, de otros contextos.

Yo siempre me he sentido muy cuidada por la gente mayor. A pesar de tener la casa de mi bisabuela, no conocía a nadie del pueblo. Empezamos desde cero. Recuerdo al principio, cuando no había nadie joven y Greta era pequeña, que me sentaba muy a menudo a jugar a las cartas con ellos. Pero hay mucha gente que llega al pueblo, compra una casa y no establece vínculos. Depende de la forma de ser de cada uno. El objetivo de Pueblos en Arte es trabajar con la gente. Son territorios con una herida, porque han estado abandonados mucho tiempo, en todos los sentidos: mediático, cultural, turístico…, por eso creo que el arte es un camino. Si hubiera voluntad institucional, invertir en esto tendría efectos muy positivos en la comunidad, con muy poco se conseguiría mucho: ilusionar, abrir las puertas, dar una oportunidad a lo nuevo... Creo que hay que hacer un trabajo de cura, porque esa herida está; si la obvias, te la vuelves a encontrar todo el rato. Llegas con ideas nuevas y piensas que nadie puede decir que no a eso, pero primero hay que conocer lo que pasa en el lugar, escuchar a la gente, sentarse con ella…; pero llegas con el ritmo de la ciudad, con prisas, y no lo haces. Son lenguajes urbanos, hay que respetar los ritmos y adaptarse.

  ¿Cuál ha sido la parte menos amable de la llegada al pueblo?

En las ciudades es difícil convencer a las instituciones de que lo que tú haces es interesante, y en los pueblos también, pero no se valoran igual este tipo de acciones. Dicen que la cultura en lo rural es un lujo, que está en el último lugar en cuanto a la financiación, entonces es costoso conseguir ayuda. La película nos está sirviendo bastante para explicar cómo se puede usar todo esto, que es una herramienta de cambio muy potente. Es importante generar redes para trabajar en este aspecto. Y, por otro lado, aunque venga más gente al pueblo, la nueva comunidad no es idílica, te creas muchas expectativas y no te llevas bien con todo el mundo. No porque vengamos mucha gente de fuera vamos a ser superamigos y esto va a ser superbonito. Generar una comunidad es difícil en todas partes. Eso es quizá lo que más me ha costado, no idealizar esa comunidad fuera de lo urbano.

   La cultura se ha convertido en un punto de encuentro, hace comunidad y eso es muy necesario.   
 

  En 2019 habéis celebrado la segunda edición del festival Saltamontes. ¿Se ha notado la implicación de la comunidad?

Para mí, un festival no tiene sentido si no está implicada la comunidad, sería imponer algo en un territorio que simplemente hace de decorado. Una de las cosas más bonitas que han sucedido en la segunda edición del Saltamontes es que la gente del pueblo ha participado mucho. Han hecho suya la fiesta. Para mí era importante que hubiera una parte en la que se pudieran ver las tradiciones y los valores propios, como el recital de las mujeres del pueblo; ellas quieren enseñar lo que hacen. Deben tener ese espacio. El domingo por la tarde ya se había ido la gente de fuera y nos quedamos los del pueblo e hicimos una sesión más nuestra, donde pedíamos deseos para Torralba. Fue un rato para acercarnos entre nosotros, porque en realidad lo que cuenta es el encuentro: entre la gente del pueblo, la que viene al festival y los artistas. Eso es muy potente. Luego preguntamos siempre a cada persona qué les ha parecido. Lo que es un reto es la participación de los hombres, tardan un poco más en abrirse.

  ¿Cómo conviven vuestras propuestas artísticas y culturales con los saberes del lugar, que están en riesgo de perderse?

Ese debería ser nuestro siguiente paso, si tuviéramos posibilidades. Ese material propio podría trabajarse y luego exponerse en los pueblos de alrededor; todo lo que hacemos tiene que ver con el territorio, bebe de ahí, de toda esa sabiduría. Pero necesitaríamos un programa de residencias para que un grupo de artistas pudiera estar meses trabajando en ello. Hay que buscar la manera. Utilizar el arte como altavoz es uno de los objetivos de Pueblos en Arte: que el arte contemporáneo utilice ese material, lo visibilice, lo reinvente. Así se pondría en valor la riqueza del pueblo y se ayudaría a curar la herida de la que hablábamos. Por ejemplo, habría que pensar por qué no se abren todas las casas cerradas, con sus recuerdos, y por qué no quieren desprenderse de ellas o cederlas temporalmente.

Pienso también en la colaboración entre la psicología y el arte, el arte como curativo, incluido en la performance mágica que sería el festival ideal, donde todo el mundo interactúa porque se siente parte de él. Como artistas, podemos aportar nuestro trabajo, pero quedan muchas cosas por hacer desde muchas disciplinas. Hay que mantener y recuperar estos saberes tradicionales por pura supervivencia.

Patricia Dopazo Gallego

Revista SABC

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