Ángel CALLE COLLADO

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Tierra de cultivo de cereales y verduras para autoabstecimiento en una comuna de Rojava. Foto: WJAR

Cuando me preguntan sobre cómo son de tensas las relaciones entre agroecología y extrema derecha en el mundo rural, se me viene a la cabeza un ejemplo que resume una (aparente) paradoja. Un formador en temas de agricultura ecológica llevó adelante un pequeño parque agrario en zonas manchegas. Estando de visita, me contó que eran los sectores tradicionales del pueblo los que más se habían interesado por la iniciativa. De hecho, lo que vendría a ser el «alumno aventajado» era integrante de un partido de reminiscencias falangistas. La redefinición de una tradición y de actividades propias de un lugar han sido elementos con los que históricamente ha coqueteado la extrema derecha. Una extrema derecha que viene reformando su rostro y una pequeña parte de su andamiaje en los últimos años. Aunque pueda parecer contradictorio a primera vista, existirán elementos tradicionalistas que se muestren críticos con la irrupción de Vox, pues según ellos se arropa con banderas y crucifijos puntiagudos (lo cual les parece bien), pero no quiere saber nada de un desafío de las élites económicas neoliberales (lo cual les parece un error).

La nueva extrema derecha que bajo el nombre de Vox toma fuerza en Murcia o Almería, así como el mundo conservador tan próximo a ella y que tantos negocios intensivos y exportadores ha puesto en pie en Lleida o Badajoz, habla de incremento de productividad, mejor inserción en la globalización de mercados y de apoyar la «marca España» o la marca local que corresponda, como resorte para favorecer la tajada de esa desigual e insostenible mundialización capitalista. Ni la deslocalización de empresas que tributan en este país, ni el escaso apoyo de la Unión Europea a sistemas agroalimentarios locales, ni la crítica de los oligopolios interiores de la gran distribución, ni el derecho a la alimentación saludable o a un trabajo digno aparecen en estas corrientes conservadoras, como no lo hacen en otros muchos partidos o plataformas agrarias. El planeta anda inquieto climáticamente; pero Juan Roig, de Mercadona, duerme tranquilo y también los propietarios de grandes empresas «españolas» que se asientan como intermediarias de las naranjas que nos vienen de Sudáfrica o los tomates de Marruecos.

 
   La agroecología como propuesta para cuidar territorios y democratizar los sistemas agroalimentarios no le cuadra a la extrema derecha   
 

Tradiciones, agroecología y costumbres en común

La agroecología como propuesta para cuidar territorios y democratizar los sistemas agroalimentarios no le cuadra a la extrema derecha; pero sí a sectores que leen su cotidianidad desde tradiciones, estaciones y trabajos que se reproducen bajo costumbres. Gran parte de estos sectores se consideran sancionados por el mundo que viene de la globalización de las grandes urbes. Los mercados internacionales les expulsan, por un lado, del acceso a ese consumo que sale de los escaparates televisados de Nueva York o de Madrid. Y por otro lado, los discursos de corte crítico (llámese izquierda, ecologismo, feminismo o la propia agroecología) beben más de tuits y libros editados en Nueva York o en Madrid que de los descontentos y expresiones nacidos en el medio rural.

La tradición en el medio rural funciona con el criterio de la naturaleza de que «aquí no hay residuos», todo se aprovecha, la austeridad es un bien valorado. Tradicionalismo y agroecología coinciden en reivindicar lo autóctono, sean variedades locales o manejos sostenibles aunque no tengan una certificación «eco» de la administración. Hablan en primera persona del plural, de relación ancestral con un territorio común. Entienden que la agricultura y la ganadería extensiva se han dado la mano históricamente: estiércol, estiércol y estiércol son las tres claves del cierre de circuitos energéticos y materiales para un aprovechamiento eficiente de recursos, en palabras de J. D. van der Ploeg. No ven con agrado ciertos planteamientos del «animalismo urbanita» que no reconoce, ni quizás sepa, de los procesos agroganaderos que han puesto en pie nuestros territorios y nuestras vidas, desde la trashumancia hasta el mutuo aprovechamiento de animales y cultivos para el desbroce, la fertilización o la disponibilidad de proteína en el medio rural.

Cuando hablo de ecología en las comarcas altoextremeñas donde vivo, suelo interpelar a los agricultores convencionales con esta pregunta: «¿No se acuerdan ya de cómo hacían nuestros abuelos y abuelas para ayudar a crecer huertas y frutales de forma más sana?». Sirve de nexo, apela a una credibilidad compartida, supone un reconocimiento de lo que se ha hecho hasta ahora, intenta no minar su autoestima, antes al contrario. Son elementos fundamentales para la difusión de marcos cognitivos, de mensajes sociales: apelar a la experiencia y a la cultura que se comparte.

¿Se opone la agroecología a los postulados de la extrema derecha? Sí, se opone. Como tradición cultural, la agroecología pertenece a esas «costumbres en común» (E. P. Thompson, E. Ostrom) propias de mundos rurales y que solían manifestar unas dosis de solidaridad con las personas próximas (una familia comunitaria, un pueblo, una comarca) y un cierto cuidado con lo que deberíamos dejar a generaciones futuras. Y en su hacer práctico, porque pretende imitar procesos naturales (biomímesis diría Jorge Riechmann) para reconstruir sistemas agroalimentarios locales y resilientes, organizados según rasgos culturales propios de un lugar y orientados a nutrir saludablemente nuestros cuerpos.

 
   En general, el voto a la extrema derecha ha subido en el medio rural, pero lo ha hecho más en grandes ciudades.   
 

El voto del medio rural y la extrema derecha

Sin embargo, en un ir y venir de discursos simples y agresivos, la extrema derecha está encontrando un espacio de implantación que no favorece un caldo de cultivo de la agroecología ni de otros postulados emancipadores. Vox ha crecido exponencialmente en votos el 10N, aunque dista, por ahora, de gozar de los respaldos sólidos y estructurales (instituciones, asociaciones, sindicatos, plataformas de protesta) que observamos en Francia o en Holanda. En estos países, el mundo rural representa un caldo de cultivo manifiestamente superior al que aportan las grandes ciudades. Aquí, como explica Fernando Fernández Such, las posiciones ideológicas del medio rural se sitúan más hacia valores de «izquierda» o «progresismo». La plataforma ciudadana Teruel Existe puede encuadrarse ahí porque cuando hay asociacionismo crítico, se dan otros resultados. Vox sube espectacularmente, pero no de la mano de la «España vaciada», como quieren darnos a entender. Por ejemplo, en Andalucía, la derecha ha perdido 120.000 votos entre las elecciones celebradas en abril y en noviembre de 2019, lo cual no ha impedido el salto de Vox a costa de comerse a Ciudadanos, a imagen y semejanza de Castilla y León. En Córdoba, Vox llega al 20 % en la capital pero se sitúa dos puntos por debajo en una provincia especialmente periférica y dedicada al sector primario. En ciudades de gran predicamento de Vox, como Badajoz, la diferencia es de 5 puntos entre capital y provincia. En general, el voto a la extrema derecha ha subido en el medio rural, pero lo ha hecho más en grandes ciudades.

Biblia, agroexportación y el escaparate de la riqueza

¿Qué ha ocurrido en Murcia y Almería? Aquí se unen el fuerte descontento en aquella parte del sector primario castigado por la mundialización económica y la progresiva implantación de grupos de poder afines a la extrema derecha desde los noventa. A modo de ilustración, en Brasil se habla de la BBB para argumentar cómo determinados círculos de poder catapultaron a Bolsonaro: Biblia (sectores evangélicos), Buey (latifundistas) y Bala (paramilitares o empresas de seguridad). Aquí también podríamos hablar de la política visceral impulsada mundialmente por el asesor de Trump, Steve Bannon, a través del poder de círculos BAR: Biblia (grupos católicos fundamentalistas), Agroexportación que se siente amenazada (y determinados empresarios que arrastran a comarcas en sus proclamas xenófobas) y Ricos de impronta franquista que seducen a sectores precarios y a jóvenes ninis con sus valores, que van desde la moda y el consumo de gama alta hasta el calor tribal de sentirse parte de una «cruzada nacional».

Veamos ejemplos de las tres letras. El ala más dura del Partido Popular y la Iglesia católica más rancia han sido los valedores de las referencias políticas actuales de Vox en Murcia o en Córdoba. Sobre la crisis en el campo atrapado en la exportación: en octubre, los empresarios de los invernaderos de Granada y Almería pusieron en pie una «huelga de hortalizas caídas», es decir, de no venta por debajo del precio de coste. La gran distribución no estaba en el ojo del huracán, la defensa de la «marca España» frente a tratados internacionales, sí. Y, en torno a la atracción de valores fuertes y seguimiento de clases más pudientes, recordemos que en las últimas elecciones generales Vox recibe más votos en municipios de renta más alta, aunque se impone a Unidas Podemos en las más bajas y en zonas donde ha enganchado con el filón rural a través de la agitación de la caza, como ejemplifican en la Comunidad de Madrid, los pueblos del norte y las zonas próximas a Toledo.

En el medio rural, la estrategia de BAR protagonizada por élites ultraconservadoras ha sido aliñada con el populismo simplón de políticas de bar: recordemos la iniciativa «Cañas por España» con la que Vox pretendía captar a jóvenes, o la invitación a corear mensajes que apelan a la visceralidad de un Madrid-Barça («¡a por ellos, oe!»). Vox no busca resolver problemas (quizás sí el de empresarios de la política como Santiago Abascal), sino conectar con la rabia frente a un mundo que parece desmoronarse, que llena el panorama de incertidumbres económicas. Apela sobre todo a los «hombres maduros cabreados», refuerza las masculinidades agresivas y de paso se ofrece como partido antiestablishment. Su programa, en el medio rural, no aborda ni explícita ni implícitamente medidas que puedan mejorar los servicios y derechos de personas del medio rural, tampoco el desafío de los mercados controlados por oligopolios. Han encontrado en convocatorias alrededor de la caza o la tauromaquia una serie de temáticas puntiagudas con las que reinterpretar lo que es tradición, conectar con ellas y «mostrar» que hay un acoso y derribo al medio rural por parte de una élite progre. También se han encontrado con sus limitaciones. Costó dos años sacar adelante la manifestación en defensa del mundo rural y sus tradiciones, pues en 2017 tuvo que cancelarse. Se desarrolló finalmente con una capacidad de movilización inferior a la de la revuelta de la «España vaciada» también desarrollada en marzo de 2019, a pesar de que la primera contaba con apoyos de partidos políticos, sindicatos como la Unión de Pequeños Agricultores o ASAJA («jóvenes» agricultores) y de las federaciones de caza.

Cada zona rural tiene, por tanto, sus tics autoritarios sobre, fundamentalmente, la base de su inserción material y simbólica en los procesos de globalización capitalista. Y también sobre la presencia (o no) de tradiciones políticas incompatibles con la extrema derecha. Por ejemplo, en Catalunya, encontramos dinámicas xenófobas en zonas de producción intensiva (Lleida, Vic-Osona) que se vehiculan a través de partidos catalanes, bien tradicionales (principalmente ligados a CiU, pero no solo), bien en nuevas expresiones muy residuales de extrema derecha como Som Catalans, o la Plataforma por Cataluña como antesala de Vox.

La orientación política del descontento rural

El medio rural tiene un descontento de raíces profundas y desde dichas raíces se está disputando la orientación política y cultural hacia valores autoritarios o hacia propuestas de transición ecosocial con justicia. Entre las raíces históricas destacan las desigualdades territoriales y la estereotipación. Esta creciente distancia se ha erguido desde el siglo xx en lo económico y en lo simbólico, en el hardware y en el software. Unas veces a conciencia: el desarrollo de un Plan de Estabilización bajo el franquismo para beneficio de élites centrales y periféricas que ocasionó una emigración vertiginosa y acrecentó una dualización industrial en el país; la consiguiente desagrarización de la cultura rural y su sustitución por las cómicas representaciones de baja autoestima, como exhiben aquellas películas protagonizadas por Paco Martínez Soria.

Otras veces, el desequilibrio ha presentado tintes bienintencionados, pero ha acabado generando una visión empobrecedora y paternalista. La denuncia de escritores como Delibes nunca estuvo acompañada de una valorización de estrategias colectivas o de redes de apoyo mutuo: el medio rural estaba poblado de seres atomizados y de escasa cultura a la deriva del cacique de turno. Sergio del Molino y su caricatura de la «España vacía», bien armada periodísticamente pero de escasísimo asiento sociológico, como antaño la necesidad de Buñuel de caricaturizar las Hurdes, han impulsado la lectura del mundo de raíces campesinas como un saco de patatas que había que salvar, visión a la que desafortunadamente contribuyera el pensamiento del Marx más joven.

Por último, los desajustes entre proclamas emancipatorias (sean de corte decrecentista, feminista, socialista o ecologista) y mundo rural también discurren hoy a través de distancias vivenciales, gramaticales, emocionales y de nudos reales de participación. El mundo rural clama por un feminismo de corte propio, donde las realidades de comarca, costumbres comunitarias o familiares puedan hacerse hueco para hablar en pie de igualdad de formas de interdependencia y de enfrentar nuestras crecientes vulnerabilidades. La llamada izquierda política está ausente, pues sus agendas no se ruralizan, y cuando existe una izquierda social está aún tenuemente teñida de agroecología.

El mundo rural precisa reinventarse desde sus tradiciones, no desde la denostación automática de las mismas. Por ejemplo, cuando digo Biblia no lo hago como crítica a la religión, pues hay una espiritualidad cristiana, como prueba la teología de la liberación, que bien puede comulgar con la agroecología. Y el mundo urbano tendría que escuchar más las mimbres de cooperación y de inclusión social, aparte de los manejos holísticos del territorio, que ya existen, al margen de reproducir clichés como el de «pueblo chico, infierno grande». La ciudad no habita las respuestas, pero sí podría alimentar soluciones.

El papel de la agroecología en tiempos turbulentos

Son tiempos de chalecos turbulentos. Los habrá amarillos como en Francia, mezcla de autoritarismo nacional (centralista o periférico) con demandas de no pagar ellos y ellas el incremento de los cheques de gasolina. Los habrá marrones, que se nieguen a bajarse de las economías carbonizadas o nuclearizadas, como defensa de sus precarios medios para subsistir en su territorio. Quizás podamos alimentar los chalecos verdes en el medio rural, en forma de prácticas que dan vida a la agroecología frente a los postulados autoritarios e insustentables que aceleran nuestra caída en el precipicio.

La extrema derecha clama por el derecho a seguir consumiendo, a usar el territorio para beneficio monetario y por la vuelta a sistemas en los que la política del odio y de las masculinidades agresivas se sitúan como referentes.

Pienso que quienes participamos en tareas agroecológicas deberíamos ponernos a construir, por arriba, una apuesta confederalista de defensa de territorios y por un derecho a la alimentación; y por abajo, un pensar la transición en el medio rural donde agroganaderos y agroganaderas que se perciban como innovadores o tradicionales, busquen complicidades con una pluralidad de agentes y economías locales. Como hicieron en Argentina las asociaciones de médicos rurales, en Brasil las experiencias de economía social y solidaria junto a la pedagogía por una educación popular (rural), en Francia las entidades locales que impulsan la tradición de mercados próximos, o aquí colectivos rurales (ganaderas en red, guardianas de semillas) que reinventan ecofeminismos desde sus prácticas. La agroecología podría encender la mecha para un mundo rural vivo que conecte con determinadas tradiciones, las reinvente para construir transiciones con justicia y nos evite caer en manos de la política del odio y del neoliberalismo suicida.

Ángel Calle Collado

Profesor de Ecología política (ISEC) y agricultor en el Valle del Jerte

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