Errores y aciertos en los pueblos de montaña

José Luis GONZÁLEZ REBOLLAR

Pastizales alpinos y campiñas. Los verdes valles del norte y los setos. Las brañas, los almiares y los jous. Las tierras de vaqueiros y las vacas. Las duras parameras castellanas. Los bardales, las majadas, los apriscos, el redil… Las tierras de pastores de merinas, las cunas del ganado trashumante. Los extremos de cañadas y cordeles, Alcudia, La Serena…, las dehesas: montaneras y pastos del invierno. Las piaras de los cerdos y las mestas. Borreguiles y pastos del verano. El árido sudeste, las albaidas, las pencas, los espartos… y las cabras.

 

Así comenzaba uno de mis primeros artículos sobre nuestros paisajes ganaderos, cuando no sabía que el estudio de los pastos y sistemas silvopastorales españoles iba a acaparar mi trayectoria profesional los siguientes 30 años. Se empezaban a agolpar en mi cabeza ideas, términos e imágenes evocadoras, que luego he tenido que ir aprendiendo a poner en su sitio, dando paso a una preocupación profesional airada, en la que debía estar advertido, pues siete páginas antes de aquel artículo, el profesor Eduardo Zorita publicaba uno que hoy considero imprescindible. [1]

Las cuatro falacias

«En mi opinión» —decía el profesor Eduardo Zorita en 1995—, «la degradación de la sociedad rural española es consecuencia de cuatro errores de concepto que han actuado en el último medio siglo y que, por desgracia, se manifiestan ahora mismo con todo su vigor. En tanto que estas concepciones se mantengan, toda su recuperación resultará imposible. Me refiero a lo que voy a denominar las cuatro falacias letales para el medio ambiente».

Y continuaba (lo transcribo, resumidamente):

«Denominaré a la primera “la falacia tecnocrática”. En su esencia consiste en creer que la agricultura, la ganadería, los montes, los ríos, etc., presentan problemas técnicos para los que los técnicos al servicio de las administraciones públicas tienen respuesta. La verdad es muy distinta (…)».

La segunda es “la falacia demográfica”, la cual sacraliza que «el desarrollo económico de un país y la reducción de su población rural son fenómenos indisolubles (…) Nadie parece percatarse de que no es lo mismo Alemania que España, Galicia que Andalucía, etc. Es probable que en muchas regiones estemos por debajo del umbral mínimo de población realmente activa, para el mantenimiento del medio natural».

La tercera es “la falacia contable”: el convencimiento de «que la renta generada por los modelos tradicionales es insuficiente para mantener un nivel de vida digno (…) Tal vez si, además de la producción vendible, se tuvieran en cuenta los servicios que las explotaciones tradicionales proporcionan y los gastos de los servicios de vigilancia, prevención y extinción de incendios, lucha contra la erosión y la contaminación, etc., el resultado de los balances cambiaría».

«Y, la última, una más sutil, pero no menos peligrosa, “la falacia ecologista” (...), que rara vez se formula abiertamente y que (considera) la acción humana siempre enemiga de la naturaleza (…). Existe la creencia subconsciente de que, dejada la naturaleza a su dinámica y suprimida toda intervención humana, comenzarían a aparecer, en diversos rincones de nuestro país, verdaderos paraísos terrenales».

Así que, ¡vaya si estaba advertido! Pero después de todo, yo era uno de aquellos técnicos, de aquellas escuelas, formado en el convencimiento de que no necesitaba población rural activa ninguna, para eso estábamos los técnicos; que la renta de los modelos tradicionales era insuficiente para alcanzar un nivel de vida digno; y que, aunque no fuese realista creer que una vez suprimida toda intervención humana, empezarían a aparecer paraísos por los más «diversos rincones de nuestro país», todo sería mejor sin tanto perturbar. A fin de cuentas, la población rural ya estaba en regresión, ya éramos europeos (como Alemania), y yo remanecía tras una premiada tesis, un libro original y mis primeras publicaciones científicas. Solo me faltaban datos. Y los primeros no tardaron en llegar.

epimeteo irene diez miguel

Manifestación contra la despoblación en Madrid, marzo de 2019. Foto: Irene Díez Miguel

Las trabas entre lo natural y lo cultural

¿Quién esperaba encontrar que en muchas zonas tradicionalmente pastoreadas ni la flora es pobre ni la diversidad es baja y que se genera un aumento de la cobertura vegetal y no una pérdida de ella? Varias tesis doctorales y proyectos han dejado constancia de ello, pero también de las consecuencias de subestimar el conjunto de externalidades positivas que están ligadas al manejo tradicional de nuestros agrosistemas montanos.

Hoy, con las mediáticas noticias de nuestra galopante despoblación rural, parece que empezamos a darnos cuenta de la magnitud del patrimonio natural y cultural que se nos está yendo, para siempre. Pero no parece que comprendamos que urge reaccionar. En muchas de las zonas de montaña en las que hemos trabajado, ni había problemas de mala gestión de los recursos, ni pocas expectativas de mejora. Lo que sí acababa por aparecer era un responsable oficial que ya había tomado la decisión de que allí no había nada importante que no fuese flora y fauna: nada relativo a opciones de desarrollo que pudieran revertir en la población local, y menos que esta participara en la toma de decisiones. El despotismo ilustrado no necesita que le ayuden a tomar decisiones.

Las montañas son —en nuestro inconsciente acomodado— una referencia usual de los espacios naturales más valiosos. Y quizá provenga de ello nuestra propensión a recluirlas como espacios de protección integral, a patrimonializarlas para nuestro uso y disfrute urbano y a subestimar que en ellas vive una parte importante de la población, precisamente la que las ha sabido guardar, conjugando el aprovechamiento de los recursos con la preservación de valores. Si estamos a tiempo de salvar algo, bueno será entender que enfrentamos un problema de Estado y que si el ser humano está entre los problemas, también ha de estarlo entre las soluciones.

El cuidado de nuestro patrimonio (natural y cultural) será lo que nos identifique ante las generaciones venideras. La trabazón entre lo natural y lo cultural es lo que habremos de saber integrar en nuestros objetivos de sostenibilidad y nuestros paradigmas de concordia entre desarrollo y conservación. A diferencia de otras zonas del mundo en las que la conciencia social ayuda (Francia, por ejemplo), parecemos empeñados en subestimar que la polivalencia de los usos y la multifuncionalidad de los objetivos emprendidos son la respuesta obligada ante un medio, como el montano, que se diversifica de forma natural en un espectro de condiciones naturales insoslayables, con las cuales, las generaciones que nos precedieron tuvieron que saber pactar.

¿Hemos avanzado?

Respecto a las cuatro falacias que denunciaba E. Zorita, bueno será reconocer que en la tecnológica no hemos avanzado mucho, pues —como señala J. Terradas— «el camino hacia la sostenibilidad requiere la construcción de nuevas aproximaciones en las que se franqueen los muros que separan a muchas disciplinas (…), lo cual significa aunar los esfuerzos de ecólogos, economistas, filósofos, sociólogos y gestores, entre otros. En definitiva, un esfuerzo de interacción entre ciencias que actualmente se ignoran». [2]

Respecto a la demográfica, podríamos tener bien presente uno de los memorandos de la CEE (en su momento, muy citado): «No se puede conservar la cubierta vegetal, y la naturaleza en su conjunto, sin la presencia de una población suficiente en el medio rural, con un nivel adecuado de servicios e ingresos». [3]

Respecto a la contable, escuchemos a Gerardo Enterría: «Conservar no es permanecer impasible al desconcierto, la extinción de la cultura local y la deriva ecológica del territorio. Es hora de decir bien alto que ningún paisaje campesino, espacio, territorio protegido, parque natural o nacional se conservará sin un activo sistema económico local agroecológico y pertinente que lo gestione». [4]

Y respecto a la naturalista, quizá nada más adecuado que recordar a R. Margalef: «El hombre debe cambiar su estrategia parasitaria sobre la biosfera, ahora que su impacto es global, y pasar a gestionar a su huésped, como hacen los parásitos con un único huésped, transformar la relación en simbiótica». [5]

Según la mitología, a los dioses no les gustó nada que Prometeo les robara el secreto del fuego para dárselo a los hombres. En venganza, le enviaron a Pandora pero, en realidad, con quien se casó Pandora fue con Epimeteo, el hermano de Prometeo. Sigue a esto el conocido relato según el cual Pandora, curioseando una caja que contenía los males del mundo, la entreabre y algunos escapan. Pero, sobre todo —y es lo más importante— Prometeo significa «el que piensa las cosas antes» y Epimeteo, «el que las piensa después». Así que el verdadero drama ya estaba en el mundo mucho antes de que Pandora apareciera en escena, pues poco hay más preocupante que depender de los epimeteos sobrevenidos en los que frecuentemente nos convertimos, reflexionando sobre los problemas cuando ya los hemos creado.

José Luis González Rebollar

A mi mujer, a mis hijas y a las 'pandoras' que supieron ponerme en mi sitio


[1] Zorita, E. 1995. «Los sistemas pastorales y la conservación de la naturaleza en la España peninsular. Una perspectiva histórica». Ciencias Veterinarias: Sistemas extensivos de producción de rumiantes en zonas de montaña. Vol. Xlll: 13-39. Madrid: Consejo General de Colegios Veterinarios de España. Madrid

[2] Terradas, J. 1999. «Reflexiones para una transición: del estado del bienestar al futuro». Homenaje al Dr. Ángel Ramos Fernández (1926-1998). Ed. Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Academia de Ingeniería y ETSIM: Madrid.

[3] Memorandum de la Presidencia del Consejo de Ministros de Agricultura de la CEE. Luxemburgo, 19-20 junio 1989.

[4] Izquierdo Vallina, J. 2012. La casa de mi padre. Oviedo: KRK Ediciones.

[5] Lo recoge J. Terradas en «¿Sabía Ramón Margalef de medio ambiente?», Ecosistemas. 2005/1

  PARA SABER MÁS

   Pedro Montserrat, La cultura que hace el paisaje. Estella: La Fertilidad de la Tierra Ediciones, 2009.

   Jaime Izquierdo, La casa de mi padre: manual para la reinserción de los territorios campesinos en la sociedad contemporánea. Oviedo: KRK Ediciones, 2012.

   Jaume Terradas, Biografía del mundo. Del origen de la vida al colapso ecológico. Barcelona: Ed. Destino, 2006.

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