Serlinda VIGARA MAS y Álvaro MONSÓ GIL

Los grupos de consumo, ejemplos de soberanía alimentaria que se articulan en las grietas del sistema, también han sufrido la crisis del coronavirus. En La Ecomarca, una red de grupos de consumo con más de una veintena de puntos de distribución en la Comunidad de Madrid, hemos detectado una serie de retos —y soluciones— para abordar de manera colectiva este 2021 y seguir alimentando el cambio de paradigma alimentario

 

Los primeros retos a los que nos enfrentamos los grupos de consumo cuando comenzó la pandemia fueron puramente logísticos: primero, la caída de las infraestructuras que sostienen nuestros repartos y después los movimientos migratorios dentro de las propias ciudades, ya que la crisis económica expulsa a la gente de sus barrios y esto afecta a las estructuras del propio grupo.

Cuando dejamos de reparar en lo logístico y volvemos al cuerpo, nos hemos encontrado en multitud de ocasiones completamente paralizadas. La incertidumbre que provocaron las medidas de restricción de la movilidad activó el ingenio colectivo. Pero ¿qué podemos hacer para que estas organizaciones se sobrepongan a este varapalo social y emerjan fortalecidas como estructuras que sostienen no solo un modelo de consumo sostenible para el planeta, sino una herramienta vital para cuidarnos las unas a las otras?

 
14 Tienda Ecomarca

 

14 Reparto Ecomarca

Despacho y reparto de verduras. Fotos: La Ecomarca

Sin infraestructuras no hay grupos

 
   Vivimos una auténtica ofensiva contra los Centros Sociales Autogestionados, que son aliados naturales de los grupos de consumo y que casi sin excepción han proporcionado espacios gratuitos para grupos cercanos.   
 

En estos meses un número importante de grupos de consumo se quedaron sin espacio para organizar sus repartos. Por un lado, muchos de los bares, restaurantes y locales que hospedaban los repartos o bien han desaparecido, o bien cuentan con un margen de negocio tan ínfimo que no pueden permitirse ceder sus espacios en horario comercial o, incluso, fuera de él. Las limitaciones de aforo han supuesto una complicación añadida y, aunque los grupos se han organizado para escalonar los repartos con todas las medidas de protección exigidas, han impuesto otra barrera más a la continuidad en negocios hosteleros.

Por otro lado, vivimos una auténtica ofensiva contra los Centros Sociales Autogestionados, que son aliados naturales de los grupos de consumo y que casi sin excepción han proporcionado espacios gratuitos para grupos cercanos. La pandemia ha sido la excusa para una ofensiva política destinada a desarticular centros sociales y espacios vecinales. Aprovechando la psicosis social, por poner un ejemplo, solo en Madrid se ha tolerado el desalojo de La Dragona, La Gasolinera, La Salamandra, La Ingobernable, el Ateneo Libertario de Vallekas, o más recientemente, el Espacio Vecinal de Arganzuela (EVA) o el Solar Maravillas, este último también como pequeño mercado de productoras.

Ante este páramo, a menudo se han planteado opciones alternativas como el alquiler de espacios —si bien la mayoría de los grupos de consumo ya pagan un alquiler, aunque sea simbólico, a los locales que les hospedan—, pero en demasiadas ocasiones estas opciones se confrontan con la lógica cooperativa y contraria a la gentrificación de los proyectos, o bien simplemente hacen económicamente inviable su continuidad.

En La Ecomarca hemos encontrado infraestructuras alternativas en medio de la crisis. Cada espacio cerrado ha supuesto la apertura de otro gracias a la creatividad y la cooperación. Repartos en patios de casas, flexibilización de horarios en los negocios que nos apoyan para la recogida de cestas, usos de locales en los barrios que no tienen nada que ver con la alimentación…; pero, por encima de todo, recordar que la recogida de las cestas es un acto político radical y transformador, una rebeldía que pone los cuidados en el centro, en un contexto en el que los espacios de intercambio social y el apoyo vecinal son más necesarios que nunca y funcionan como una auténtica vacuna contra la soledad.

 
   La recogida de las cestas es un acto político radical y transformador, una rebeldía que pone los cuidados en el centro.   
 

La crisis habitacional también es la crisis de las redes vecinales

Algunas plataformas, como el Sindicato de Inquilinas y la PAH, han denunciado de forma sostenida la imparable subida en los precios de los alquileres, que solo entre 2015 y 2019 tuvieron un incremento de hasta el 50 %. Como consecuencia, la crisis habitacional se ha ido agudizando, expulsando de los barrios a las vecinas y agravando la lacra social de los desahucios, en su gran mayoría ejecutados por grandes tenedores de vivienda (bancos y fondos buitre). Mientras tanto, los poderes públicos no solo han ignorado sistemáticamente las iniciativas para regular los precios del alquiler, sino que de forma obscena han llegado a lavarse las manos, afirmando que los desahucios se habían detenido cuando se calcula que, hoy en día, aún sigue habiendo unos 200 al día.

¿Cómo afecta la crisis habitacional a los grupos de consumo? Con cada barrio gentrificado, con cada desahucio ejecutado, con cada vecina expulsada de su casa, las redes de apoyo y el tejido asociativo se van marchitando lentamente. Los grupos de consumo han sufrido tanto el sobrecoste de los alquileres que la participación se ha dificultado en ocasiones por razones puramente económicas, como la propia dispersión geográfica de sus miembros, producto de la expulsión paulatina hacia las periferias. De manera paralela, ha ocurrido el fenómeno contrario: un aumento de la estabilidad en pueblos pequeños y las zonas periféricas de las ciudades, zonas menos afectadas por la crisis habitacional (por ahora).

 
   Los grupos de consumo deben formar parte activa de las iniciativas por la regulación de los alquileres y exigir un decreto frente a los desahucios que sea real.   
 

La causalidad opera al menos de dos formas diferentes: las vecinas individualmente requieren de redes de apoyo sólidas y asentadas para involucrarse en iniciativas como los grupos de consumo, mientras que los grupos de consumo como colectivo requieren de un tejido vecinal fuertemente politizado para mantener el ímpetu, la organización y la coordinación necesarias para prosperar. El hecho de que los grupos de consumo, y en general las redes de apoyo vecinal, sean una fuente de resistencia frente a las lógicas de la gentrificación y la burbuja especuladora genera una pescadilla que se muerde la cola: a mayor subida de alquileres, mayor cantidad de vecinas expulsadas de sus barrios, mayores dificultades para la organización y coordinación de los grupos, mayor debilitamiento de las redes de apoyo, menor oposición a las dinámicas de gentrificación y, en última instancia, más facilidad para continuar con la especulación de la vivienda. 

Los grupos de consumo deben formar parte activa de las iniciativas por la regulación de los alquileres y exigir un decreto frente a los desahucios que sea real, que no compense a especuladores ni imponga criterios de vulnerabilidad excesivamente estrictos. Muchas de las personas que forman parte de los grupos de consumo militan también en movimientos vecinales por la vivienda y sus respectivos sindicatos. No entendemos la separación de luchas en la ciudad. Lo agroecológico y la defensa del territorio son resistencias que van entrelazadas. 

En el plano económico, creemos que se pueden explorar vías de flexibilización de las condiciones económicas de participación (pago de alquileres, tasas, etc.) cuando las personas que forman parte del grupo de consumo lo necesiten. 

El miedo paralizante

En un contexto en que la salud mental de la población se ha visto igual de amenazada que la salud física, acciones tan cotidianas como recoger una cesta de verduras se han llegado a convertir en verdaderos ejercicios de superación personal. El miedo a las aglomeraciones, las restricciones a la movilidad o la necesidad de seguir estrictos protocolos sanitarios son solo algunos de los factores que, en lo psicosocial, han hecho mella en la normalidad de los grupos de consumo. 

La omnipresencia de discursos que criminalizan comportamientos individuales por encima de la inacción institucional ha afectado a las redes de provisión de alimentos autogestionadas. En estos espacios informales, se ha llegado a generar una sensación artificial de inseguridad en comparación con espacios más institucionalizados, como los supermercados, donde toda una parafernalia comunicativa y una maquinaria propagandística se ha dedicado aplacar estos miedos.

El resultado es bastante claro: en el caso de los grupos cuyas cestas no tienen una periodicidad obligatoria o mínima, en muchos casos se ha reducido la frecuencia de los pedidos. En los que funcionan mediante cestas fijas, estos miedos han podido desembocar en el completo abandono del grupo. En La Ecomarca, dos grupos han cerrado definitivamente y dos de forma temporal por estas razones desde marzo del 2020. Por esto, creemos que habilitar espacios en el seno de los grupos para abordar asuntos de salud mental y apoyo mutuo se torna fundamental. 

Militancia verde en tiempos de crisis

La precarización nos transporta a un marco psicosocial en el que muchas personas se ven obligadas a reorientar sus energías. Es decir, a elegir entre el sostenimiento mental y económico o la militancia ecosocial. El movimiento ecologista se ha tenido que enfrentar prácticamente desde sus inicios a un fenómeno complejo: la falta de prioridad de una lucha percibida como a largo plazo, intangible o etérea, cuando la precarización de la vida impone sus propias urgencias. Los grupos de consumo requieren un esfuerzo económico y mental por parte de sus miembros; y, en parte, la misión de los grupos de consumo es recordar que esta elección es una dicotomía falsa, que este tipo de intercambios crean comunidades orgánicas en las que las personas se pueden dejar caer porque otras las sostendrán, en las que se pueden poner sobre la mesa, además de verduras de temporada, todos los miedos, incertidumbres y precariedades para repartir el peso. A pesar de dichos malestares, más de la mitad de los grupos de consumo de La Ecomarca han aumentado los pedidos: han sentido que es la forma más segura y organizada de poder acceder a su alimento.

Los grupos de consumo se enfrentan a un horizonte que, si bien es incierto, también puede ser propicio para reivindicar la absoluta vigencia de sus principios. Ante un sistema al que se le ven las costuras, urge articular un discurso sólido que les visibilice y sitúe como herramientas de resistencia y resiliencia ante el colapso social. El reto es, probablemente, salir de esta atomización que nos asola, desde la conciencia de los nuevos retos, y comprender el rol político y social que los grupos tienen para el fortalecimiento de las redes vecinales, la salud comunitaria y el sostenimiento del derecho a la ciudad. Esta visión holística debe llevarnos mucho más allá de nuestras cestas semanales, hacia un modelo con la aspiración de trascender las fronteras del barrio, tan inclusivo y acogedor como ambicioso y combativo. No quedan muchas más opciones. 

Serlinda Vigara Mas

Responsable de comunicación de La Ecomarca

Álvaro Monsó Gil

Activista y miembro de La Ecomarca

LaEcomarca es un proyecto de emprendimiento agroecológico de Cyclos S. Coop. Mad.


Los grupos de consumo del medio rural

«En nuestro caso, y creo que ha sido bastante generalizado en el medio rural —nos explica Paul Nicholson—, la pandemia y el confinamiento han fortalecido la acción y resistencia que significa un grupo de consumo». En Lekeito, el grupo de consumo Amaren, al que pertenece Paul junto a sesenta y cinco familias, mantiene desde hace doce años un pequeño local donde adquirir todo tipo de productos agroecológicos y mayoritariamente muy cercanos.

«Lo que la pandemia descubrió fue la fragilidad del sistema alimentario globalizado. Mientras, nosotras tuvimos la capacidad de mantener siempre abierto el local, con alimentos frescos de todo tipo, con precios similares o a veces más baratos que en establecimientos convencionales. Y la gente lo valoró. En realidad —continúa Paul—, no solo pudimos mantener la actividad, sino que hemos agrandado el círculo de familias y el de productoras con las que trabajamos». Es cierto que tuvieron que adaptarse a la nueva situación y hacer algunos cambios, pero la flexibilidad de la autogestión que caracteriza estos colectivos y las redes de contactos fueron fundamentales. Fueron capaces también de canalizar la producción destinada a los comedores escolares cerrados y de apoyar iniciativas que surgían del campesinado para favorecer la venta directa de sus alimentos. «Como resultado —afirma Paul—, nos consta que personas campesinas han dado el paso a la agroecología, porque hemos demostrado resiliencia».

Otra cuestión sobre la que Paul advierte particularidades en lo rural: «El tema de los controles de movilidad, como nunca nos preocupó, nunca nos frenó. Teníamos claro que nuestra actividad es esencial».

Revista SABC

 


Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo

fundacion rosa luxemburgo

 

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