Roc PADRÓ I CAMINAL e Inés MARCO LAFUENTE

El reciente despertar de la minería en el Estado español ha hecho saltar las alertas de organizaciones de justicia social y ambiental, muchas de las cuales han trabajado en colaboración con organizaciones del Sur que denunciaban los nefastos efectos de esta actividad. Hoy existen por lo menos 18 proyectos de minería metálica en fase de estudio en el Estado, en su mayor parte de capital extranjero, empresas australianas y canadienses, justo después de una crisis económica que ha hundido las condiciones laborales y materiales de gran parte de la población. Ante esto, queremos retomar el debate de la minería en el Estado, ya que desde que a mediados del siglo pasado se redujera sustancialmente el peso relativo de este sector, la actividad minera había quedado relativamente fuera del debate económico y político. Los impactos denunciados repetidamente por los movimientos críticos con la minería en los países del Sur son los mismos que en el caso de la minería española para los siglos XIX y XX, lo que nos debería hacer reflexionar. ¿Podemos esperar que la reactivación de la actividad minera en el Estado español responda a una lógica distinta?

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Montaña salina del Fusteret, resultado de la explotación de potasas en Súria (Catalunya)

 

La minería es una actividad liderada por empresas multinacionales con gran poder económico y político que, por su propia definición, genera unos fuertes impactos sobre el territorio y cuyos objetivos están más vinculados a servir a las necesidades de territorios alejados que a los intereses del territorio en el que se sitúa. Las resistencias a la minería han crecido al mismo ritmo al que se extendía la actividad. Como afirma el último informe del Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina, «no hay minería sin el control de grandes extensiones de tierras y sin el control de recursos hídricos y otros bienes naturales, que antes de que llegue la minería han estado manejados por las poblaciones que se ven amenazadas por esta actividad».

Pero la resistencia también está relacionada con la vitalidad y articulación de la vida rural en los territorios afectados. En el Estado español, tras las migraciones del campo a la ciudad provocadas por la dictadura franquista, la entrada en la Política Agraria Común relegó a aquellos con pocas tierras a subsistir dentro de una agricultura industrializada o alquilarlas e irse a la ciudad. Las comunidades rurales, la gestión del territorio y la vinculación entre los usos del suelo han sufrido una atomización progresiva y, a pesar de las muchas alternativas que han ido surgiendo, podemos afirmar que estamos muy lejos de tener un mundo rural articulado. Hoy en día, allí donde no se consigue frenar el éxodo migratorio y se está produciendo un envejecimiento rápido, no es extraño que la minería sea considerada como un mal menor.


     El debate debería avanzar para preguntarnos qué tipo de empleo se genera, en qué condiciones, con qué intensidad y con qué futuro.  
 

MINERALES METÁLICOS: MOTOR DE UN SISTEMA INSOSTENIBLE

Si nos fijamos en la actividad minera en el Estado observamos cómo el valor de los minerales extraídos está distribuido de forma bastante equitativa entre los cinco tipos de extracción fundamentales: productos energéticos (carbón), minerales metálicos (hierro, cobre, aluminio, oro), minerales industriales (cuarzo, espato-flúor, potasa, óxidos de hierro o la sal común), rocas ornamentales (caliza, granito, mármol) y productos de cantera (arenas y gravas, yeso, margas). Sin embargo, se intuye un cambio en las tendencias. Hay determinadas extracciones que resultan fundamentales para el mantenimiento del sistema capitalista industrial, en especial para la producción de manufacturas y el superdesarrollo tecnológico: los minerales estratégicos, principalmente el cobre, plomo, zinc, estaño, platino y uranio, pero también otros como la plata, tierras raras, coltán, niobio, berilio o molibdeno.

Dado el papel clave de estos minerales, cuya utilización en los últimos 30 años se ha triplicado y que en muchos casos son imposibles de sustituir, la apertura de minas no es solo una apuesta privada de negocio, sino que forma parte de la estrategia europea para evitar la dependencia en la satisfacción de minerales clave, pues de ello dependen 30 millones de empleos y el bienestar material de la sociedad de consumo (en especial móviles, electrónica y automóviles). No se trata únicamente de una cuestión de suministro, es claramente también una cuestión geopolítica. Solo así se puede entender la guerra que asedia el Congo, que desde 1996 ha asesinado a más de 6 millones de personas, y cuya principal motivación es el control estratégico del coltán.

 

El agotamiento de los minerales

Así como hablamos del agotamiento de los combustibles fósiles, es menos frecuente que nos adviertan del próximo agotamiento de muchos de los minerales que hoy son imprescindibles para el funcionamiento del sistema. Los minerales son por definición el recurso con una menor tasa de regeneración, ya que la tierra es un sistema en el que no entran ni salen materiales, y por lo tanto cualquier consumo actual es una reducción del stock mineral, fruto de un gran número de procesos geológicos que han ocurrido durante millones de años. El ritmo de extracción, junto con la relativa abundancia de cada uno de los minerales, ha supuesto que ya se haya extraído el 92 % de las reservas de mercurio, 79 % de la plata, 75 % del oro, 75 % del estaño y 50 % del cobre.

Seguir extrayendo, consumiendo y degradando los recursos mineros sin tener en cuenta su futuro agotamiento solo puede ser propio de una sociedad miope o de la imposición de los intereses impuestos por los grupos que se benefician hoy de estas actividades.

Las actividades extractivas que se inician en distintos puntos del planeta son producto del precio de mercado del material a extraer y no de los costes sociales y ambientales de las mismas. Pero estos proyectos, a su vez, están condicionados a las fluctuaciones y a la volatilidad de las cotizaciones, generando una gran inestabilidad en el horizonte temporal de las explotaciones.

 

LA MINERÍA EN LA BALANZA

La aprobación de estos nuevos proyectos no está exenta de una fuerte controversia sobre los impactos ambientales, ya que incluso las mismas empresas son conscientes de las reticencias que genera la minería entre la población en general y el movimiento ecologista en particular. Dado que los proyectos de extracción de minerales metálicos representan hoy por hoy la mayor amenaza, nos centraremos principalmente en estos. Sus impactos se distribuyen en tres dimensiones: la propia extracción, la gestión de los residuos y el destino final de los metales.

En primer lugar, las actividades de minería en el Estado requieren un consumo de energía equivalente a una población de 650 000 personas y de 60 000 personas en términos de agua. Para producir una tonelada de cobre se necesita 7 veces más gasoil que para una tonelada de trigo, además de la necesidad de utilizar explosivos y los reactivos para la extracción de los metales de la mena (la roca triturada). Por otro lado, los procesos de voladura, extracción química de minerales y transporte, emiten gases y aerosoles que son difíciles de controlar y pueden afectar a regiones enteras. Teniendo en cuenta que el progresivo agotamiento de estos metales implica que cada vez se exploten los recursos de menor concentración del mineral, podemos imaginar que los consumos asociados a la explotación (gasoil, agua, energía) e impactos se irán incrementando con el tiempo. Son actividades, pues, que económicamente solo se sustentan gracias al agotamiento y aumento del precio de estos minerales.

Pero los impactos de la extracción minera se quedan cortos si los comparamos con los que genera la gestión de los materiales movilizados. La creciente dispersión de los recursos estratégicos implica un aumento en la generación de mena tratada, modificando aun más la geomorfología e incrementando la superficie afectada. Las balsas, que en muchos casos se requieren para la retención de la mena tratada, incluyen además los residuos del agente lixiviante utilizado, como cianuro sódico o ácido sulfúrico. Precisamente la peor catástrofe natural minera reciente se dio por la rotura, en 1998, de una de estas balsas en Aznalcóllar (Sevilla). Esparció en un total de 4300 hectáreas, parte dentro del Parque Natural de Doñana, gran cantidad de metales pesados como zinc, plomo y cobre. Sus suelos no recuperarán los niveles permitidos de estos metales hasta dentro de 250 años.

Finalmente, el destino de los metales, una vez obsoletos los productos de los que forman parte, es muchas veces su exportación a África como basura tecnológica. A pesar de la tasa que pagamos para el reciclaje de los productos electrónicos en la Unión Europea, 2 de cada 3 kg no son reciclados aquí con los procedimientos adecuados. Exportamos, pues, la alta toxicidad de los procedimientos de reciclaje no controlado, condenando la salud de las personas que se ven forzadas a esta actividad y de los pueblos y el entorno a través de las emisiones de la combustión para la recuperación de metales. Para conseguir niveles de reciclaje superiores se deberían implementar cambios en los procesos de fabricación que permitan la fácil recuperación posterior de los metales, pues actualmente se estima que solo el 30-40% de la demanda de cobre y zinc se satisface con materiales reciclados. Pero mientras los criterios de innovación estén basados en la rentabilidad económica, no parece que vaya a haber cambios.

La recompensa por todos los riesgos e impactos de la actividad minera sigue siendo principalmente, según el discurso oficial, la oferta de empleos. Según la Confederación del sector (Confedem) se podrían generar unos 7000 nuevos puestos de trabajo. El debate debería avanzar para preguntarnos qué tipo de empleo, en qué condiciones, con qué intensidad y con qué futuro. En el Informe «Estadística minera de España» [disponible en PDF] de 2013 se contabilizaron 29 705 empleados directos. Esto representa un 0,17 % del total de personas ocupadas a pesar de que su peso en el Producto Interior Bruto fue del 0,3 %. De estos, solamente un 27 % son empleos vinculados a la minería energética y a la minería metálica. A la vez, se trata de un sector altamente masculinizado, ya que solo el 7 % son mujeres, principalmente en el ámbito de administración.



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Por otro lado, el valor generado por persona trabajadora contrasta con los sueldos percibidos. En el caso de la minería metálica, mientras quienes trabajan en el área de producción ingresan unos 6.8 €/hora, el valor económico de lo que producen en ese mismo tiempo es de 170 €. Esto quiere decir que el peso de los costes laborales sobre el total del valor producido es solo del 4 %, por lo que gran parte del valor restante se destina al pago de capital y beneficios.

Si nos fijamos en la calidad del trabajo generado, pero sobre todo en los riesgos inherentes, es evidente que este es uno de los sectores con un mayor nivel de peligrosidad, como demuestra el largo historial de accidentes laborales en las minas. En los últimos 90 años han fallecido casi 300 personas en diferentes accidentes en instalaciones mineras, 163 de ellas en las cuencas de Asturias y León, principalmente por derrumbes y explosiones debidas a gas grisú. El último accidente múltiple fue en 2013, cuando murieron 6 mineros en el Pozo Emilio del Valle (León). Los datos corroboran la peligrosidad del sector, donde anualmente un 34 % de los trabajadores sufren accidentes en la minería energética y un 3,7 % en la metálica.

EL CAMINO HACIA LA SOBERANÍA ALIMENTARIA

Ante este escenario y los retos que plantea la crisis civilizatoria actual, queda claro que la calidad y durabilidad del trabajo en la minería está lejos de los estándares que queremos en una sociedad que respete el medio ambiente y se respete a sí misma. Pero los cantos de sirena siguen convenciendo a veces en entornos con altas tasas de paro, por lo que se debe profundizar en el debate sobre la generación de empleo. En Andalucía, por ejemplo, la minería ofrece generar 10 000 puestos de trabajo a cambio de la ocupación de hasta 240 000 hectáreas de territorio. Lo que no se dice es que, según nuestros cálculos, con las mismas hectáreas plantadas, por ejemplo, en olivar ecológico se podrían llegar a generar hasta 16 000 empleos de mucha más duración y calidad, evitando dejar un legado de un cuarto de millón de hectáreas yermas y contaminadas a nuestras futuras generaciones.

Enfatizamos el ejemplo en el olivar ecológico porque se contrapone al extractivismo minero, y porque no sería lo mismo si habláramos de olivar convencional. De hecho, el modelo de agricultura industrial es altamente dependiente de las extracciones mineras energéticas, metálicas e industriales que estamos analizando. Históricamente la agricultura tradicional tenía que estar, prácticamente por definición, integrada en el territorio, combinando distintos usos del suelo (cultivos variados, pastos, bosque) para proveer de los alimentos y combustibles necesarios. Es esta integración y diversidad en el ámbito agrario la que facilitaba procesos naturales como la polinización de las plantas, la regulación del clima, el control de la erosión, el control biológico de las plagas o la función de filtro atmosférico, entre muchos otros. La integración desapareció, y con ella parte de estos beneficios, lo que llevó a sustituir estas funciones naturales por otras artificiales. Esto implicó la utilización intensiva de fertilizantes, maquinaria y productos fitosanitarios. Por lo tanto, el modelo agroindustrial es una pieza del engranaje del sistema económico global de explotación intensiva de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo.

Así, si miramos desde un enfoque agroecológico el efecto que tiene la ocupación del suelo con determinadas actividades extractivas, comprenderemos que no se trata tan solo de los efectos directos que tiene sobre la zona en la que se practica, sino también sobre todas las colindantes. La minería genera un impacto difuso por el coste que supone que esas tierras, que pudieran ser de bosque o matorral, no puedan dotar a sus alrededores de los efectos beneficiosos de la biodiversidad que necesita una agricultura ecológica para funcionar. La perturbación del entorno es tal que se han descrito pérdidas de hasta el 40 % de las producciones agrícolas en un radio de 20 km de minas en Ghana.

Por todo esto, por un lado entendemos la soberanía alimentaria como una estrategia clave para la rearticulación del mundo rural y por lo tanto como práctica de resistencia a las actividades extractivas. Por el otro, sabemos que la coexistencia de ambas en el mismo territorio es prácticamente imposible. Tanto la minería como la agricultura industrial son actividades determinadas a partir de los dictados de los mercados internacionales y del consumo de tecnología, a la vez que mantienen un alto grado de dependencia del comercio global y del agronegocio.

Frente a esto, nuestra alternativa es un modelo que decida en función de sus propias necesidades, que parta desde la reconstrucción de una agricultura en equilibrio con el medio, que reconozca su interdependencia con este, que permita vivir en el territorio y del territorio. Las tecnologías sostenibles, basadas en el reciclaje de materiales, fertilización orgánica y control biológico a través de la ordenación del territorio son la base para romper la dependencia de las actividades extractivas. Avancemos hacia unas actividades agrarias vinculadas entre sí, con el resto de la naturaleza, y que establezcan relaciones sociales sanas, de desarrollo personal, de cuidados mutuos y de complicidad, tanto en el campo como en el conjunto de la sociedad. Solo así podremos hacer comprender que el modelo extractivista no es fuente de desarrollo. Ni en el Sur ni aquí.

El Atlas de la Justicia Ambiental

El Atlas de la Justicia Ambiental es un recurso colaborativo que recoge en una base de datos y en un mapa interactivo los conflictos ambientales de todo el mundo, para visibilizarlos y ofrecer información y herramientas de lucha contra ellos. Ha sido impulsado por más de cuarenta organizaciones. Recomendamos su visita.

   Environmental Justice Atlas

 

Roc Padró i Caminal e Inés Marco Lafuente
Departamento de Historia e Instituciones Económicas
Facultad de Economía, Universitat de Barcelona

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