Marta Feliu i Reig
Article disponible en valencià
Ilustración de Ivonne Navarro
Ayer cosechó unos nabos muy tiernos y, una cosa lleva a la otra, puso a remojo dos puñados de judías secas, del verano. Así que por la mañana enciende el fuego en el hogar y pone encima la olla con las judías lavadas, una hoja de laurel y agua buena. «Hala, aquí se queda la olla, ya romperá a hervir el agua».
Pasa la mañana atareada. De vez en cuando, echa un ojo a la olla. Ahora se cuecen las judías, ahora baja el fuego y detiene el hervor. Pone unas ramitas en el fuego y lo revive. Añade más agua, si hace falta.
Cuando se acerca el mediodía, cosecha del patio unas pencas y unas hojas de lechuga. Limpia las pencas, las corta y, para quitarles la amargura, hace una primera cocción aparte. Lava y corta los nabos. Y añade los nabos y las pencas a la olla.
En la despensa, saca de la jarra una medida de arroz. Lo repasa bien, para quitar piedrecitas o gorgojos. Y va a la olla, con las judías, los nabos y las pencas. Un pellizco de sal. Ahora no puede perder el hervor, cuida el fuego. Tuesta y pica unas briznas de azafrán, y las añade. Lava las hojas de lechuga y con una zanahoria a trocitos, aceite y sal, hace la ensalada.
Mira la olla, ve su arroz con judías y nabos. Y piensa en un par de costillitas de cerdo que ahora no tiene. Harán la matanza pronto, en unas semanas. Pone al fuego una sartén, un poco de aceite, media cebolla cortada muy fina. Y la fríe con una pizca de pimentón. Hace una majada de almendra y ajo. Cuando incorpora todo esto a la olla, cambia el color, el olor y la textura de la comida.
Su hija está a punto de llegar y comerán juntas.
Así imagino a la madre de mi abuela cocinando en su casa. Digo que imagino porque no las he conocido. Pero me doy esta licencia literaria, como se dice.
¿Cómo sabían tanto nuestras bisabuelas? A nuestros días han llegado recetas tradicionales llenas de ingenio para transformar los alimentos en platos nutritivos. Esos «truquitos». Añadir a la comida un majado de almendras para aportarle más proteína y espesar el caldo, y esa cebolla frita para añadir grasa, calor y alegría.
Cuando no hay, se inventa. Y cuando hay, se conserva para alargarlo en el tiempo todo lo posible.
Mi abuela tuvo tres hijas y un hijo de leche. Un hijo de leche es aquel que no has parido y crías con la leche de tus pechos. Aprovechar y nutrir, siempre nutrir. Nada se echa a perder. La piel de la patata, para el cerdo; las sobras de la verdura, para las gallinas… y la leche materna que no darás a tus hijas, pues para el hijo de la vecina, que ella no tiene bastante para criar a los suyos.
Y mi madre, hija de la posguerra, aprendió a cocinar con mínimos de subsistencia. Observando en su casa, mirando a su madre cómo cocinaba con lo que había. Y cuando no hay, se inventa. Y cuando hay, se conserva para alargarlo en el tiempo todo lo posible.
En casa de mi abuela criaron a las tres hijas, el hijo de leche y los sobrinos, hijos de su cuñado ferroviario, a quien el nuevo gobierno de los sublevados dejó sin jornal y sin trabajo. Mis abuelos tenían huerta y unos bancales de secano. Y con tierra e ingenio tenían que criar a todos, y lo consiguieron. Cuánto trabajo y cuánta sabiduría. Resiliencia.
Criterio e intuición
Ahora, hoy en día, yo, la nieta de mi abuela, soy cocinera. Cocinera agroecológica; es decir, cocino con alimentos de proximidad y de temporada. ¡Vaya! Nada nuevo. He llegado al oficio desde el activismo en defensa del territorio y de las personas que trabajan la tierra. Por la satisfacción de transformar los alimentos a mi alcance en platos nutritivos, por la salud de las personas, del territorio y del planeta.
Quizás, al principio, pensaba que para ser cocinera todo tenía que aprenderlo fuera. En los libros, con los expertos en cocina vegetariana y en los datos nutricionales. La teoría es importante, pero con criterio para filtrarla. No ha sido hasta que le he dado prioridad a la intuición a la hora de cocinar, cuando he empezado a disfrutar de mi trabajo. Confiar en mi criterio en la cocina ha sido un proceso de observación de los alimentos, de entender cómo se comportan cuando los guisas y de confiar en mis habilidades. Decidir cómo combinar los alimentos que se producen a mi alrededor, cuando me llega a casa la caja de hortalizas y con los de la despensa, y convertirlo en un plato sabroso y nutritivo es un juego que requiere poner los sentidos en aquello que se hace, hacerse responsable y disfrutarlo. Ir más allá de la observación.
Ahora llamamos «cocina de aprovechamiento» a aquello que es, en sí mismo, cocina.
Hoy en día les hemos puesto nombres a las cosas que pasan en la cocina con términos modernos: nutrición, cocina de proximidad y de temporada, alquimia de los alimentos, conservación de los alimentos, tecnología de los alimentos… Cultura, gestión emocional… Imaginación, creatividad… Por ejemplo, ahora llamamos «cocina de aprovechamiento» a aquello que es, en sí mismo, cocina. Cocinar es aprovechar los alimentos para nutrirnos; nada que sea un alimento se echa a perder, sino que se transforma y se le saca beneficio.
Antes, nuestras bisabuelas sabían bastante de todo esto sin saber escribir ni leer. Sin escuelas de cocina ni dietistas ni nada. Entonces, ¿es sabiduría ancestral? Yo digo que sí; que se transmite por observación de los mayores y de la realidad, experimentación y confianza en el criterio propio, en la intuición. Y responde a la necesidad y obligación humanas de cuidar la vida. Alimentarse, producir alimentos y cocinar es autogestión de la vida.
Rehacer el hilo roto
Y sé que hay un freno en este hilo de transmisión de conocimientos que empieza en la época de mi madre, cuando a nuestros mayores les dicen que sus saberes no son importantes. Es la época del boom de la industria alimentaria y también de la agricultura industrial y la industria farmacéutica.
Por ejemplo, si la industria puede producir más carne concentrando los animales en granjas y asegurar la productividad con antibióticos y hormonas, entonces nos dicen que hay que comer más carne, la carne como gran fuente de proteína. Del subproducto —el residuo— de la industria cárnica todavía se harán más productos para la venta, las pastillas de caldo concentrado, etc. Y también de cualquier producción de alimentos de la agricultura industrial e industria alimentaria.
Porque, al final, el objetivo de la industria es su propio beneficio económico. No es nuestra salud ni la del planeta. No tiene ningún problema en deslocalizar la producción para abaratar gastos, porque no tiene vínculos con el territorio ni con las personas que trabajan en él.
Ahora tenemos mucha información, a veces demasiada. Tenemos la seducción de la publicidad y un acceso fácil a los alimentos insanos, comestibles pero insanos. Insanos porque no nos alimentan, porque están ultraprocesados, porque contaminan con todos los envoltorios y los viajes kilométricos para llegar desde donde se producen hasta donde se consumen. Porque se deslocaliza la producción y se deja sin tierra y sin agua a millones de personas. La agricultura industrial quema y desertifica tierras antes fértiles.
Esa es la «alimentación» actual. No nos nutre, nos pone enfermos.
Y en el camino perdemos algo esencial del ser humano, la capacidad de autogestión de la vida. Nuestra capacidad de experimentar y discernir, de tomar decisiones y emprender acciones diarias y cotidianas que nos conectan, en este caso, en el hecho de alimentarse, con la tierra y con quien la ha cuidado. Esta esencia no la encontraremos en las recetas de cocina.
Todo lo podemos hacer nosotros y con el tiempo lo hemos dejado en manos de otros.
Así que bienvenida cualquier actividad que nos conecte con nuestras habilidades y capacidades. Hacer, por nosotros mismos, aquello que necesitamos para vivir. Es satisfactorio, puesto que nos hace más libres.
Me viene a la cabeza la mermelada de naranja que tengo en casa. La ha hecho mi amiga Anna de las naranjas del huerto de su familia, que este año tenían mosca y se echaban a perder más rápido de lo que podían comerlas. Y ella ha hecho mermelada de naranja amarga. Naranja entera y con poco azúcar. A mí comerla me da gusto, aparte de por lo sabrosa que está, porque esta mermelada explica cosas.
Si tienes un huerto de naranjas para casa, sabes que no se cosechan todas a la vez. Como hace la agricultura convencional, para el mercado, que cosecha todo de golpe para abaratar costes. Las naranjas aguantan muy bien en el árbol y con el tiempo están más dulces. Además, se plantan variedades diferentes en el mismo huerto familiar, así que puedes empezar a cosechar en noviembre o diciembre —intensas, con un punto ácido— y continuar cosechando hasta marzo o abril, que estarán dulces como la miel.
La calabaza me conecta, me recuerda que soy cíclica.
Y, hablando de dulzura: la calabaza. Me encanta el fruto de la calabaza, no solo para comerla, sino en sí, cómo es y cómo nos acompaña.
La calabaza es un fruto que nos acompaña todo el año. Se siembra en primavera y a los dos meses ya empieza a florecer. Pasa el verano en el bancal desarrollando el fruto, lentamente. Las calabazas, para crecer y madurar, chupan todo el sol del verano. Pura energía acumulada en un fruto grande, redondo y naranja que cosecharemos en otoño y comeremos en invierno. A partir del otoño, las podemos almacenar en un lugar ventilado y seco, y al mirarlas, allí esperando ser comidas, nos aportan calor. En crema o tostadas al horno nos calentarán el cuerpo y el alma durante el frío del invierno. Y justo cuando empieza la primavera, si nos queda alguna calabaza, su carne se hace fibrosa porque a las semillas les está pasando lo que necesitan, la fuerza para germinar. Ya no está dulce y ha cambiado de textura. Entonces la mezclamos con leche, huevo y harina, y hacemos buñuelos. ¡Qué maravilla! Y ya tenemos a punto las semillas para empezar de nuevo el ciclo. Sí, la calabaza me conecta, me recuerda que soy cíclica.
La cocina nos ayuda a entender el mundo. Desde las cosas básicas y simples, y de ahí a las más complejas. Porque la cocina nos pide atención, reflexión, atender necesidades, distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo. La cocina es una cosa básica y simple que requiere todos nuestros sentidos y que le brindemos atención y cuidado.
Así pienso que hacía la comida mi bisabuela. Autogestionaba la vida. Seguía un patrón aprendido por la observación diaria en su casa; como su hija aprenderá, de observarla a ella. Es un patrón que tiene mucho de entrenamiento de la intuición y muy poco de obedecer recetas y pautas.
Cocinar nos hará libres.
Marta Feliu i Reig
Cocinera agroecológica
El Llibrell, eines de transformació local