Noelia Barreales y Héctor Castrillejo
Mascaradas de invierno en Pombriego, La Cabrera (León).
Fotos: Miguel Sánchez González, para Oficios Vivos
¿Nacen los años ya viejos aunque no lo sepamos? ¿Estamos programados cultural y ecológicamente para enfrentarnos a las mismas situaciones y repetir las respuestas dadas por nuestros antepasados? ¿Estamos destinadas a adorar y temer a las mismas deidades aunque tengan otros nombres? ¿O es cada año una página en blanco, una oportunidad para innovar, inventar soluciones, crear nuevas oraciones y cantar otros salmos?
Parece que, por muchas vueltas que demos, muchos siglos que pasen, muchos ciclos y civilizaciones que enterremos…, seguimos honrando a los mismos dioses pero con nombres nuevos: el sol, el agua, la vida, el bosque, la tierra… Los dioses antiguos y primeros se transfiguraron y se camuflaron una y otra vez para habitar dentro los nuevos. Un ejercicio de sincretismo y adaptación permanente para sobrevivir como las orquídeas en la selva.
Rituales de interdependencia
Finales de otoño en las tierras de campos del altiplano ibérico. (Año 1200 a. C., año 315 d. C., año 1112, año 1678 y año 1958)
La naturaleza parece muerta. Los árboles no tienen hojas. Del campo no brota nada. Los animales hibernan. Los días son cada vez más cortos, las noches más largas. La oscuridad aumenta y, con ella, el silencio y la preocupación de quienes miran al cielo y lo hacen murmurando. El grajo vuela bajo. Un manto blanquecino cubre la tierra y dificulta el paso.
«¿Volverán a cubrirse los valles de verde con el pasto que necesita el ganado? ¿Volverán los abejarucos con sus asombrosos colores desde el otro lado del mundo? ¿Volverá acaso la primavera?», se preguntan nuestros antepasados.
Dudan, una vez más. Una duda que inquieta a la comunidad y la crispa. Demasiada tensión se va acumulando. Desde que la comunidad tiene memoria, siempre ha ocurrido así, la primavera ha vuelto cada año liberada por Hades de su “rapto”, pero… ¿y si es justo este año el año en que no sucede?
Las culturas ancestrales de economías de subsistencia enfrentaban el solsticio de invierno con miedo. ¿Y si la oscuridad vencía esta vez a la luz? ¿Y si el sol no volvía a acariciar con intensidad las heladas tierras? El miedo era a la escasez, al hambre, a que no llegara otra cosecha.
El sol, la tierra, la fertilidad… necesitaban ser invocadas por aquellas comunidades campesinas y estas, a su vez, necesitaban ahuyentar sus miedos, sentir que podían hacer algo para guiar la luz a través de la oscuridad , ser protagonistas de su propio destino, recuperar cierta ilusión de control ante aquella incertidumbre y propiciar la llegada de la próxima cosecha, el siguiente ciclo de la vida.
Si hacemos un viaje en el tiempo alrededor de nuestra tierra y de nuestra Tierra, nos permitirá ver que, cuando llega el invierno, las comunidades campesinas han adorado de distintas formas y de igual manera a todo tipo de divinidades solares: Sol Indiges, Mitra, Inti, Raymi, We Tripantu, Ra, Sol Invictus… y un largo etcétera que históricamente hemos resignificado y renombrado en festividades en torno al solsticio: saturnales, calendas, brumalia o Navidad (el nacimiento del dios de la luz).
De todas estas arcaicas ceremonias comunitarias de celebración e invocación al dios Sol nos quedan hoy en la península Ibérica las mascaradas de invierno, un patrimonio etnográfico de valor incalculable que, además, conecta con ritos similares de una punta a otra de Europa, incluso de África.
Aquellas comunidades campesinas necesitaban ahuyentar sus miedos, sentir que podían hacer algo para guiar la luz a través de la oscuridad.
De las decenas de ejemplos que quedan de ellas en la vasta riqueza ibérica, uno de los más representativos y mejor conservados son los Carochos de Riofrío de Aliste, en Zamora, muy cerca de la frontera con Portugal. En estos rituales prototeatrales los pueblos se juntaban para representar sus inquietudes y buscar una salida conjunta. En los Carochos el rito permanece asombrosamente intacto y vivo. La comunidad llama a lo que parecen deidades antiguas que están vinculadas a la naturaleza y de esa manera exorciza el miedo, supera tensiones entre individuos y se une.
Parece claro que las sociedades agrícolas que crearon estos ritos, y las que los perpetuaron, conocían muy bien la dependencia humana de los ciclos de la vida y la interdependencia entre los individuos que conforman una comunidad.
Pero la humanidad del siglo xxi lo ha olvidado.
El miedo es el mismo, su origen es otro
Ahora nos postramos humildes ante el nuevo y todopoderoso dios único, el Dinero, pero soberbios ante los dioses antiguos que nuestros antepasados representaron con máscaras construidas con corteza, con musgo, con hojas…, personajes que bajaban a dialogar con los humanos desde el bosque sagrado.
Parece haber desaparecido el respeto ante la deidad esencial y primigenia, la vida. Cualquiera diría que nos pensamos independientes ante esas fuerzas y que en nuestro delirio de grandeza nos creemos eternos e inmortales. La arrogancia del capitalismo parece querer ignorar la muerte, nuestra rotunda fragilidad y nuestras ecodependencia e interdependencia evidentes.
Catalunya, orillas del Mediterráneo (noviembre de 2022)
Los almendros florecieron cuando debían esperar por lo menos hasta febrero. En Castilla también sucedió un poco después, a finales de diciembre.
En febrero de 2023 seguramente se habrán helado los almendros con el frío de la primera nevada. No habrá almendras. No habrá cosecha.
Las campesinas catalanas y castellanas estarán ahora de nuevo, como decía Delibes, «levantando el cielo de tanto mirarlo». ¿Pero a quién rezan? ¿A quién cantan? ¿A quién piden? ¿Con quién se juntan para exorcizar el miedo?
Estamos en una situación muy parecida a la de aquellos pueblos prehistóricos que inventaron el rito para ahuyentar lo desconocido, hablar con los dioses y que les devolvieran al mundo conocido.
Ahora sabemos por qué la oscuridad vence a la luz, pero solo hasta el 21 de diciembre, sabemos con toda seguridad que el sol no dejará de ganarle al invierno por lo menos otros 4600 millones de años… y sabemos también que si actualmente peligran los ciclos naturales es por la crisis ecológica generada por la extralimitación humana. El miedo es el mismo. El origen de ese miedo es otro.
Ya no nos da miedo que nos fallen los dioses, sino fallarnos a nosotros mismos. Nos da miedo no intentar salir de esta remando juntas, dejar a parte de nuestra comunidad por el camino, centrarnos solo en «lo nuestro» y abandonar el interés de la tierra y de la Tierra, que inevitablemente coincide con el interés común.
Los dioses antiguos se niegan a desaparecer
Sin un rito colectivo, las comunidades se desarman y se desmoronan.
Y la pregunta es… ¿la existencia y persistencia de esos ritos ancestrales que nos conectan con el respeto a la naturaleza podría ser una buena noticia? Lo cierto es que es asombroso ver cómo perdura el rito y se mantiene vivo. Los dioses antiguos se niegan a desaparecer y vuelven cada año para recordarnos quiénes somos y a dónde pertenecemos. ¿Podríamos pensar con optimismo que en nuestra esencia está esa conversación sabia con Natura? Y, es más, ¿nos podrían servir esos ritos ancestrales para enfrentar la gran encrucijada en la que nos coloca el cambio climático, el necesario decrecimiento, el reparto de recursos cada vez más escasos? ¿Podríamos de nuevo dialogar y seducir a los dioses primeros?
Desde la antropología se ha reflexionado mucho acerca del rito colectivo como urdimbre social. Uno de los problemas a los que nos enfrenta el capitalismo es la individualización atroz y es un hecho que los ritos cristianos que servían en esta parte del mundo para ese fin cada vez se siguen menos y ya no trenzan el tejido social como lo hacían hasta hace algunas décadas. Pero sin un rito colectivo, las comunidades se desarman y se desmoronan.
Podríamos recurrir, por ejemplo, a la enseñanza que permanece en esos tesoros de nuestro patrimonio intangible, en estos auténticos fósiles vivientes que son las mascaradas de invierno, que habitan en la tradición popular, pero que dialogan con la herida abierta y palpitante de hoy, de ahora. ¿Podríamos resignificar esas mascaradas y que fueran útiles a las comunidades humanas que vivimos en el Siglo de la Gran Prueba? ¿Es posible? ¿Es deseable?
Una cosa es segura, seguimos siendo ecodependientes como lo eran nuestros ancestros. El sueño de emanciparnos del mundo natural se ha convertido en pesadilla. Así que, a veces, una máscara, un relato, una metáfora… son la única manera de trenzar una comunidad, una sociedad equilibrada y conectada.
Puede que los dioses antiguos, la metáfora fundacional de nuestra especie, hayan estado ahí esperando bajo el musgo y las piedras, la lana y la corteza de los robles, guardados en las máscaras de pueblos remotos, para ayudarnos en este momento decisivo. Puede que debamos de nuevo aprender a honrar y respetar a la naturaleza como siempre lo hicimos. Puede que, si seguimos bailando, festejando e invocando con tambores ―o con amplificadores― a los dioses de nuestras tatarabuelas que acudían cada nuevo año, estos nos recuerden quiénes somos y a dónde pertenecemos y podamos por fin vivir con la conciencia de habitar en un planeta finito: Gaia.
Noelia Barreales y Héctor Castrillejo
Universidad Rural Pablo Freire del Cerrato